14 de enero de 2013

Marcel Schwob: La muerta que escuchó la queja de la hermana enamorada (Versión de J. L. Borges)





Septimia fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y oscuras, y los dioses infernales les revelaron los filtros del amor y de la muerte.

La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Septimia eran de un rosa tembloroso. Y la arena estaba sembrada de conchillas que el mar tibio arrastra desde la costa de Egipto, en el sitio donde las siete bocas del Nilo lo expanden siete vasos de colores distintos.

En la casa marítima donde vivía Septimia, se sentía morir la franja de plata del Mediterráneo, y a sus pies un abanico de brillantes líneas azules se desplegaba hasta el ras del cielo. Las palmas de las manos de Septimia estaban enrojecidas de oro, y la extremidad de sus dedos pintada,— sus labios gustaban a mirra y sus pupilas untuosas se estremecían dulcemente. Así marchaba sobre el camino de los arrabales.

Septimia se enamoró de un joven libre, Sextilius, hijo de Dionisia. Pero no es permitido el amar a aquellas que conocen los misterios subterráneos: porque ellas están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros dirige el resplandor de los ojos y agudiza la punta de las flechas, Anteros tuerce las miradas y espesa la acritud de las facciones. Es un dios bienhechor que habita en medio de los muertos. No es cruel, como Eros. Posee el filtro que otorga el olvido. Sin embargo, es impotente para arrojar a Eros de un corazón ocupado. Entonces aprisiona el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. He aquí por qué Sextilius no podía amar a Septimia.

Septimia conocía la potencia de Anteros en los ojos bajos de Sextilius. Y cuando el temblor purpúreo aprisionó el aire del atardecer, salió sobre el camino que va de Hadrumeto hasta el mar. Es éste un camino apacible, donde los enamorados beben vino, apoyados contra las corteses murallas de las tumbas. La brisa oriental sopla sobre la necrópolis. La luna nueva, aun velada, comienza a errar, vacilante. Muchos muertos embalsamados rodean a Hadrumeto con sus sepulturas. Y allí dormía Fenicia, hermana de Septimia, esclava como ella, que murió a los dieciséis años, antes que ningún hombre hubiera aspirado su olor. La tumba de Fenicia era estrecha como su cuerpo. Muy cerca de su frente una gran losa detenía su mirada vacía. De sus labios ennegrecidos salía aún el perfume de los aromas en que la habían empapado. Sobre su mano sabia brillaba un anillo de oro verde incrustado con dos rubíes pálidos y conturbadores. Soñaba, con su sueño estéril, eternamente, en las cosas que no había conocido.

Bajo el blancor virgen de la luna nueva, Septimia se extendió cerca de la tumba estrecha de su hermana, contra la buena tierra. Lloró. Y aproximó su boca al conducto por donde se vierten las libaciones, y su pasión se exhaló:

Hermanita mía —dijo— aléjate de tu sueño para escucharme. La pequeña lámpara que ilumina las primeras horas de los muertos se ha extinguido. Has dejado deslizar de tus dedos la ampolla de vidrio colorado que te habíamos dado. El hilo de tu collar se ha roto y las cuentas de oro están esparcidas alrededor de tu cuello. Nada queda de ti. Escúchame, porque tú tienes el poder de trasmitir mis palabras. Vete hacia la celda que conoces y suplica a Anteros. Suplica a la diosa Hathor. Suplica a aquél cuyo cadáver despedazado fue llevado por el mar, en un cofre, hasta Babilonia. Hermana mía, ten piedad de un dolor desconocido. Haz que Sextilius, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Septimia, hija de nuestra madre Amoena. O llévanos a los dos a la mansión de las tinieblas. Ruega a Anteros que enfríe nuestros alientos, si rehusa él que Eros los haga arder. ¡Muerta perfumada, acoge la libación de mi voz! Acbrammacbalalaf

En seguida la virgen embalsamada se levantó y penetró bajo la tierra, los dientes descubiertos. Y Septimia, avergonzada, corrió en medio de los sarcófagos. Hasta la segunda noche permaneció en compañía de los muertos. Espió la luna fugitiva. Ofreció su garganta a la mordedura del viento marino. Fue acariciada por los primeros resplandores del día. Después volvió a Hadrumeto, y su larga túnica azul flotaba a sus espaldas.

Mientras tanto Fenicia, rígida, erraba por los circuitos infernales. No pudo encontrar a Anteros, porque su corazón ignoraba el deseo. Pero en su corazón marchito experimentó la piedad que los muertos sienten por los vivos. Entonces la tercera noche, a la hora en que los cadáveres se libertan para cumplir los encantamientos, hizo mover sus pies ligados por las calles de Hadrumeto. Sextilius se estremecía regularmente por los suspiros del sueño, el rostro dado vuelta hacia el techo de su cuarto. Y Fenicia muerta, cubierta de vendajes perfumados, se sentó cerca suyo. Y ella no tenía cerebro, ni visceras,— pero su corazón disecado se le había vuelto a colocar en el pecho. Y en ese momento Eros luchó con Anteros, y Eros se apoderó del cuerpo embalsamado de Fenicia. En seguida deseó el cuerpo de Sextilius, a fin de que estuviera acostado entre ella y su hermana Septimia, en la mansión de las tinieblas.

Fenicia puso sus labios marchitos sobre la boca de Sextilius, y la vida se escapó de él. Después se fue a la celda de la esclava Septimia, y la tomó de la mano. Y Septimia, dormida, cedió la mano de su hermana. Y el beso y el abrazo de Fenicia hicieron morir, casi a la misma hora de la noche, a Septimia y a Sextilius. Tal fue el epílogo fúnebre de la lucha de Eros contra Anteros,— y las potencias infernales recibieron a la vez una esclava y un hombre libre.

Sextilius está acostado en la necrópolis de Hadrumeto, entre la maga Septimia y su hermana, la virgen Fenicia. El texto del encantamiento está inscripto sobre la placa de plomo, enrollado y atravesado por un clavo que la maga deslizó en el conducto de las libaciones de la tumba de su hermana.





Revista Multicolor de los Sábados, n° 21
Sección dirigida por J. L. Borges
Buenos Aires, 30 de diciembre 1933


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