5 de diciembre de 2012

Clive Staples Lewis: El dolor animal





Y Yavé Dios trajo ante Adán todos cuantos animales del campo y 
cuantas aves del cielo formó de la tierra (...), 
y fuera el nombre de todos los vivientes el que él les diera.
Génesis 2,19

Hemos de estudiar lo natural en los seres que se mantienen 
fieles a su naturaleza y no en los corrompidos.
Aristóteles, Política I,v,5

Hasta ahora nos hemos ocupado del dolor humano. Pero todo este tiempo «ha perforado el cielo un lamento de dolor inocente». El dolor animal constituye un problema impresionante; y ello no porque los animales sean muy numerosos (pues como hemos visto, el dolor no es mayor cuando lo sufre un millón de personas que cuando lo padece una sola), sino porque la explicación cristiana del dolor humano no puede hacerse extensiva al animal. Que nosotros sepamos, las bestias no son capaces de pecado ni de virtud; en consecuencia, no merecen el dolor ni pueden perfeccionarse padeciéndolo. No debemos permitir, por lo demás, que el problema de la aflicción animal se convierta en el centro de la cuestión del dolor; no porque se trate de algo sin importancia —todo lo que proporciona argumentos plausibles para cuestionar la bondad de Dios es verdaderamente muy importante—, sino porque queda fuera del alcance del conocimiento. Dios nos ha proporcionado datos y noticias que nos permiten de algún modo entender el propio dolor, pero no nos ha dado ninguno que permita hacernos cargo del de las bestias. No sabemos ni por qué han sido creadas ni qué son. Así pues, todo cuanto digamos al respecto es una conjetura. La doctrina de la bondad de Dios permite deducir de forma segura que la aparición en el reino animal de una crueldad divina excesiva es una ilusión. El hecho de que el único dolor conocido de primera mano —el propio— no resulte una crueldad hace más fácil creer en ello. Todo lo demás son cábalas.

Podemos empezar desechando algunas de las fanfarronadas pesimistas recogidas en el primer capítulo. El hecho de que en la vida vegetal unas especies vivan «a expensas» de otras en «despiadada» competencia carece en absoluto de significación moral. La «vida» en sentido biológico no tiene nada que ver con el bien y el mal hasta que no aparece la sensibilidad. Las mismas palabras «vivir a expensas» y «despiadada» son simples metáforas. Wordsworth creía que las flores «gozaban del aire que respiraban». Mas no hay razón alguna para suponer que estuviera en lo cierto. La vida vegetal reacciona a las agresiones de manera distinta, ciertamente, que la materia inorgánica. Pero un cuerpo humano anestesiado reacciona de forma más diferente todavía, y semejantes reacciones no prueban la existencia de sensibilidad. Está justificado, por supuesto, hablar de la muerte o el deterioro de una planta como si se tratara de una tragedia, con tal que seamos conscientes de que estamos usando una metáfora. Una de las funciones de los mundos animal y vegetal es, seguramente, proporcionar símbolos para describir las experiencias espirituales; pero no debemos ser víctimas de nuestras metáforas. Un bosque en el que la mitad de los árboles esté destruyendo la otra mitad puede ser un bosque absolutamente bueno, pues su bondad reside en su utilidad y belleza, y no siente.

Si dirigimos nuestra atención a las bestias, surgen tres interrogantes. El primero es una cuestión de hecho, y se puede formular así: ¿qué sufren los animales? El segundo se refiere al problema del origen: ¿cómo entran la enfermedad y el dolor en el mundo animal? El tercero atañe al problema de la justicia, a saber, ¿cómo se puede armonizar el sufrimiento animal con la justicia de Dios?

1. La respuesta al primer interrogante es, a la postre, la siguiente: no lo sabemos. Tal vez merezca la pena, sin embargo, hacer algunas conjeturas al respecto. Debemos empezar distinguiendo unos animales de otros. Si el mono pudiera entendernos, se sentiría muy ofendido al verse amontonado con la ostra y el gusano en la misma clase «animal», y contrapuesto a los hombres. Es indudable que el hombre y el mono tienen hasta cierto punto más semejanzas entre sí que cualquiera de ellos con el gusano. En el nivel inferior del reino animal no es menester suponer la existencia de algo susceptible de ser admitido como sensibilidad. Al distinguir entre las formas de vida animal y vegetal, el biólogo no hace uso de la sensibilidad, la locomoción u otras características semejantes que el no versado en la materia pudiera escoger de forma natural. Al mismo tiempo, no hay duda de que la sensibilidad empieza en algún momento, aunque no sepamos cuándo, pues los animales superiores tienen un sistema nervioso muy semejante al nuestro. Mas en este nivel hemos de distinguir todavía entre sensibilidad y conciencia. Si no han oído hablar de esta distinción antes de ahora, seguramente la encontrarán sorprendente. Sin embargo, goza de gran autoridad, y no sería aconsejable rechazarla precipitadamente.

Supongamos tres sensaciones sucesivas A, B y C. Quien las sienta experimentará la secuencia A-B-C. Pero reparemos en lo que ello implica. Ante todo, que hay en él algo exterior a A y a B que le permite percibir cómo pasa A, y cómo surge B y empieza a ocupar el espacio dejado por A. Pero, sobre todo, le concede la posibilidad de reconocerse a sí mismo como un ser idéntico a través de los cambios de A a B y de B a C. Puede decir, pues, «yo he tenido la experiencia A-B-C». Llamo conciencia o alma a ese algo en cuestión, y el procedo recién descrito es una prueba de que el alma, aunque siente el tiempo, no es en sí misma completamente «temporal». La vivencia más sencilla de A-B-C, aquella que la percibe como una sucesión, exige la existencia de un alma que no sea ella misma una sucesión de estados, sino un cauce permanente por el que discurren las diferentes partes del torrente de sensaciones, capaz de reconocerse invariablemente como idéntico en todas ellas.

Es casi seguro que el sistema nervioso de los animales superiores posee la capacidad de experimentar sensaciones sucesivas; pero de esto no se desprende que tengan «alma», algo que se perciba a sí misma como una realidad que ha experimentado A, que ahora experimenta B y distingue cómo se escurre B para hacer sitio a C. Si no existe un «alma» semejante, no tendrán lugar jamás experiencias como la que hemos llamado A-B-C. Tan sólo habrá, por decirlo con lenguaje filosófico, «una sucesión de percepciones»; es decir, las sensaciones se sucederán efectivamente en el orden indicado, y Dios sabe que está sucediendo así, pero el animal no. No hay «percepción de la sucesión».

Eso significa que si diéramos dos latigazos a un animal, habría realmente dos dolores, pero no habría un único yo capaz de conocer que es el sujeto invariable que «ha experimentado dos dolores». Ni siquiera cuando padece un único color hay un «yo» capaz de decir «tengo dolor». Si el animal pudiera distinguirse a sí mismo como distinto de la sensación, si fuera capaz de distinguir el cauce del torrente, si pudiera decir «yo tengo dolor», sería capaz de conectar las dos sensaciones y hacer de ellas una experiencia suya. La descripción correcta debería ser «en este animal está teniendo lugar un dolor», no «este animal siente dolor», como decimos habitualmente, pues las palabras «éste» y «siente» introducen de contrabando la idea de que hay un «yo», un «alma» o una «conciencia» por encima de las sensaciones y capaz de organizarías como nosotros hasta formar una «experiencia».

A mi juicio, no hay modo de imaginarse una sensibilidad así sin conciencia; y no porque nosotros nunca la experimentemos, sino porque, cuando ocurre, la describimos como una forma «inconsciente» de sensibilidad; es una certera descripción. Las reacciones del animal al dolor son muy semejantes a las nuestras, desde luego, pero eso no constituye, como es natural, prueba alguna de que sean conscientes, pues nosotros podemos reaccionar también del mismo modo cuando nos hallamos bajo los efectos de la anestesia e, incluso, responder preguntas durante el sueño.

No quiero hacer conjeturas acerca de hasta dónde se puede extender en la escala animal la sensibilidad inconsciente. Es difícil imaginar, ciertamente, que el mono, el elefante y los animales domésticos superiores no tengan de algún modo un «yo» o un alma capaz de conectar las experiencias y dar origen a una rudimentaria individualidad; pero aun así, buena parte del aparente sufrimiento animal no se debe considerar como tal en ningún sentido real. Posiblemente hayamos sido nosotros los inventores del animal «doliente» mediante la «falacia patética» de atribuir a las bestias un «yo» del que no hay la menor evidencia real.

2. Las primitivas generaciones podían rastrear el origen del dolor animal hasta llegar a la Caída del hombre; el mundo entero fue contagiado por la rebelión destructora de Adán. Hoy día no es posible admitir esta idea, pues tenemos buenas razones para creer que los animales han existido mucho antes que el hombre. La conducta carnívora, con todo lo que implica, es más antigua que la humanidad. Mas en este punto resulta imposible no recordar cierto relato sagrado, no incluido nunca en el Credo, pero ampliamente aceptado dentro de la Iglesia y que parece sobreentenderse en ciertas afirmaciones de San Pablo y San Juan. Me refiero al relato de que no fue el hombre la primera criatura en rebelarse contra el Creador, sino que un ser más antiguo y poderoso abjuró de El y es ahora príncipe de las tinieblas y, lo que es más importante aún, señor de este mundo.

A algunos les gustaría suprimir todas esas ideas de la enseñanza de Nuestro Señor. Se podría aducir al respecto que, cuando el Señor se despoja a sí mismo de su gloria, se humilla para compartir como hombre las supersticiones de su época. Yo creo, ciertamente, que Cristo, considerado como hombre de carne y hueso, no era omnisciente. Un cerebro humano no podría ser, según cabe presumir, el vehículo de una conciencia omnisciente, y decir que el pensamiento de Nuestro Señor no estaba realmente condicionado por el tamaño y la forma de su cerebro significaría negar la encarnación real y convertirse en docetista. Si Nuestro Señor hubiera hecho alguna afirmación histórica o científica conocida por nosotros como falsa, mi fe en su divinidad no vacilaría lo más mínimo. Pero la doctrina de la existencia y caída de Satanás no se halla entre las cosas conocidas por nosotros como falsas. No contradice, pues, los hechos descubiertos por los científicos, sino tan sólo el confuso «estado de opinión» en el que nos toca vivir. Pero yo no doy demasiada importancia a los «estados de opinión».

Me parece razonable la suposición de que cierto poder creado y extraordinariamente poderoso hubiera estado trabajando para el mal en el universo material, en el sistema solar o, al menos, en el planeta Tierra antes de que el hombre entrara en escena. No es descabellado pensar, pues, que alguien le tentara para que cayera. Esta hipótesis no es introducida como «explicación general del mal», sino que se limita a explicar más ampliamente el principio de que el origen del mal se debe situar en el abuso del libre albedrío. Si existe un poder semejante, como yo mismo creo, pudo muy bien haber corrompido la creación animal antes de que apareciese el hombre. La maldad intrínseca al reino animal consiste en el hecho de que los animales, o algunos de ellos, viven destruyéndose entre sí. No acepto que el mismo hecho sea un mal en el reino vegetal. La corrupción satánica de las bestias sería análoga en un sentido a la corrupción satánica del hombre, pues una de las consecuencias de la caída del hombre fue el alejamiento de su animalidad de la humanidad a la que había sido elevado, y la imposibilidad de que desde entonces ésta pudiera gobernar a aquélla. De modo semejante, la animalidad sería alentada seguramente a adoptar sigilosamente el tipo de conducta propia de las plantas. Es cierto, sin lugar a dudas, que la inmensa mortalidad causada por el hecho de que muchos animales vivan a expensas de otros se equilibra en la naturaleza con una alta tasa de natalidad. Pudiera parecer que si todos los animales hubieran sido herbívoros y sanos, hubieran muerto de hambre como consecuencia de su propia multiplicación. Más yo considero que la fecundidad y la tasa de mortalidad son fenómenos correlativos. Quizás no hubiera necesidad de un exceso semejante de impulso sexual. El señor del mundo pensó en él como respuesta al comportamiento carnívoro; un falso ardid para conseguir la mayor cantidad de tortura. Donde yo digo que las criaturas vivas fueron corrompidas por un maligno ser angélico, se puede decir, si se estima menos ofensivo, que fue corrompida la «fuerza de la vida». En ambos casos se quiere decir lo mismo, pero yo encuentro más fácil creer en un mito de dioses y demonios que en un mito de hombres abstractos hipostasiados. Después de todo, nuestra mitología está seguramente mucho más cercana de lo que suponemos a la verdad literal. No olvidemos que Nuestro Señor atribuyó en cierta ocasión la enfermedad humana no a la cólera de Dios ni a la naturaleza, sino explícitamente a Satanás.

Si esta hipótesis es digna de consideración, también lo es averiguar si el hombre tenía que desempeñar una función redentora desde el momento mismo de su venida al mundo. Incluso ahora puede el hombre hacer prodigios con los animales: el gato y el perro viven juntos en mi casa y parece gustarles. Una de las funciones del hombre tal vez haya sido restablecer la paz en el reino animal, y si no se hubiera pasado al enemigo, podría haber tenido en la tarea un éxito difícil de imaginar.

3. Por último, está el problema de la justicia. Hemos considerado las razones que inducen a creer que no todos los animales sufren como nosotros creemos que sufren. Hay, sin embargo, algunos casos en que da la impresión de que tuvieran un «yo». ¿Qué podemos hacer por este inocente? También hemos considerado la posibilidad de creer que el dolor animal no es obra de Dios, sino algo que comenzó con la mala voluntad de Satanás y se perpetuó por la deserción del hombre de su destino. Mas si Dios no lo ha causado, al menos lo ha permitido. Una vez más se nos plantea la pregunta: ¿Qué debemos hacer por estos inocentes?

Me han advertido que no suscite siquiera el problema de la inmortalidad animal si no quiero encontrarme «en compañía de todas las solteronas». Pues bien, nada tengo que objetar a esa clase de compañía. A mi juicio, ni la virginidad ni la ancianidad son despreciables; algunas de las inteligencias más perspicaces con las que me he topado habitaban en cuerpos de solteronas. Tampoco me conmueven demasiado preguntas jocosas del tipo: «¿Dónde pondrá usted a los mosquitos?», que merecen una respuesta del mismo tipo: «En el peor de los casos, el cielo para mosquitos y el infierno para hombres podrían combinarse convenientemente».

El completo silencio de las Escrituras y la tradición cristiana sobre la inmortalidad animal constituye una objeción más seria. Pero ésta sólo sería definitiva si la revelación cristiana diera muestras de haber sido pensada como un système de la nature para responder a todas las preguntas. Y no es nada de eso. La cortina se ha rasgado en un punto, y sólo en uno, para desvelar nuestras necesidades prácticas inmediatas, no para satisfacer nuestra curiosidad intelectual. De acuerdo con el conocimiento que poseemos del método seguido por Dios en la revelación, si los animales fueran efectivamente inmortales es improbable que nos hubiera revelado esa verdad. Nuestra propia inmortalidad es una doctrina tardía en la historia del judaísmo. El argumento apoyado en el silencio es, pues, muy débil.

La verdadera dificultad de la hipótesis de que la mayor parte de los animales son inmortales reside en que la inmortalidad carece de sentido para una criatura que no es «consciente» en el sentido explicado más arriba. ¿Qué sentido tendría decir que Dios puede hacer volver a la vida a una lagartija muerta hoy si su vida consistiera estrictamente en una sucesión de sensaciones? Aunque volviera a la vida, no se reconocería a sí misma como la misma. Las sensaciones placenteras de cualquier otra lagartija que viviera tras su muerte serían una recompensa tan grande —o tan pequeña— por sus sufrimientos terrenos, si los hubo, como las experimentadas por... iba a decir el «yo» resucitado, pero el quid de la cuestión se halla en que la lagartija no tiene seguramente «yo». De acuerdo con esta hipótesis, ni siquiera se podría decir lo que intentábamos decir. A mi juicio, el problema de la inmortalidad no se plantea, pues, a propósito de las criaturas dotadas exclusivamente de sensibilidad. La justicia y la misericordia tampoco exigen que se plantee, porque semejantes criaturas no tienen experiencia del dolor. Un sistema nervioso pronuncia las letras L,O,D,R,O. Mas, como no sabe leer, no compone con ellas la palabra «DOLOR».

Esta es seguramente la situación de todos los animales. Sin embargo, si no es mera ilusión nuestra firme convicción de que los animales superiores, especialmente los domesticados, tienen cierta personalidad, aunque muy rudimentaria, su destino exige una consideración más profunda. Debemos evitar el error de considerarlos en sí mismos. El hombre sólo puede ser entendido en su relación con Dios. Las bestias han de ser entendidas únicamente en su relación con el hombre y, a través de él, con Dios.

En este punto debemos ponernos en guardia contra ciertas amalgamas inalterables del pensamiento ateo, vivas a menudo en la mente de algunos creyentes de nuestros días. El ateo considera la coexistencia del hombre y los demás animales como resultado contingente de la interacción de hechos biológicos; y la domesticación de animales por el hombre, como interferencia completamente arbitraria de una especie en otra. Para el ateo, el animal «verdadero» o «natural» es el salvaje. El domesticado, en cambio, es artificial o no natural. El cristiano no debe pensar de ese modo. El hombre fue. designado por Dios para dominar sobre las bestias. Todo lo que el hombre hace al animal es un ejercicio o un abuso sacrílego de una autoridad poseída por derecho divino. En su más profundo sentido, el animal domesticado es, pues, el único animal «natural», el único que ocupa el lugar para el que fue creado. Por lo demás, nuestras teorías acerca de las bestias se deben basar sin excepción en él.

Ahora se podrá ver que el animal domesticado debe casi enteramente a su amo el «yo» o personalidad real que en cierto sentido posee. El buen perro pastor parece «casi humano» porque un buen pastor lo ha hecho así. Ya he llamado la atención sobre la fuerza misteriosa de la palabra «en». Los diferentes sentidos que posee en el Evangelio no son, en mi opinión, idénticos. En la expresión «el hombre es en Cristo, Cristo en Dios, y el Espíritu Santo en la Iglesia y en cada uno de los creyentes», no tiene exactamente el mismo significado en todos los casos; más que una acepción única, posee diferentes significaciones que riman o se corresponden entre sí. Ahora voy a sugerir —con la mejor disposición a ser corregido por los verdaderos teólogos— que tal vez haya un sentido de en semejante —aunque no idéntico— al que tiene cuando decimos que los animales capaces de alcanzar un verdadero «yo», son en sus amos. Eso significa que no debemos pensar en el animal por sí mismo ni atribuirle «personalidad», y, a continuación, preguntar si Dios resucitará y bendecirá a un ser semejante. Es preciso tener en cuenta el contexto entero en que las bestias adquieren su personalidad: «El hombre bueno-y-la-buena esposa-gobernando-sobre-sus-hijos-y-sus-animales-en-un-hogar-bueno». El contexto entero se puede considerar como «un cuerpo» en sentido paulino, o muy próximo a él. ¿Quién puede predecir qué partes de este «cuerpo» resucitarán junto con el hombre bueno y la buena esposa? Presumiblemente, cuantas sean necesarias no sólo para la gloria de Dios y la bienaventuranza de la pareja humana, sino también para esa gloria y esa bienaventuranza particulares coloreadas eternamente por la experiencia terrena particular.

En este sentido, sí me resulta posible imaginar que ciertos animales sean inmortales, no en sí mismos, sino en la inmortalidad de sus amos. La dificultad de la identidad personal de una criatura no personal desaparece cuando se mantiene dentro de su contexto. Si preguntamos dónde reside la identidad personal de un animal erigido miembro del Cuerpo completo del hogar, responderé del siguiente modo: «Allí donde siempre habitó durante su vida terrena, en su relación con el Cuerpo mencionado y, sobre todo, con el dueño, que es la cabeza». El hombre, podemos decir también, conocerá a su perro; el perro a su amo, y al conocerlo será él mismo. Preguntar si podría conocerse también de otro modo es seguramente inquirir algo sin sentido. Los animales no son así y tampoco quieren serlo.

Mi descripción del buen perro pastor en el hogar bueno no incluye, como es lógico, los animales salvajes ni los domésticos maltratados (un asunto más urgente aún). Pero ha sido propuesta sólo como ilustración sacada de un ejemplo privilegiado —el único normal y no extraviado desde mi punto de vista— de los principios generales que deben tenerse en cuenta al elaborar una teoría de la resurrección animal. A mi juicio, los cristianos podrán dudar con toda razón de que cualquier animal sea inmortal, por dos razones. En primer lugar, por temor a que, al atribuir a las bestias un «alma» en sentido pleno, se oscurezca la diferencia entre el animal y el hombre, que es tan clara en la dimensión espiritual como confusa y problemática en la biológica. En segundo lugar, porque entendida simplemente como compensación por el sufrimiento de su vida presente —miles de años en verdes praderas como indemnización por los «daños» de tantos años tirando de una carreta—, la idea de felicidad futura de una bestia parece una torpe afirmación de la bondad divina. Como seres falibles, los hombres causamos con frecuencia daño a un niño o a un animal sin querer; lo mejor que podemos hacer en esos casos es «compensarlos» con cariño y una caricia o alguna golosina. Pero no es muy piadoso imaginarse al Ser omnisciente obrando de ese modo. ¡Cómo si Dios pisara en la oscuridad la cola del animal y luego quisiera arreglarlo del mejor modo posible! Me resulta imposible reconocer un toque maestro en ese arreglo chapucero. La respuesta verdadera, sea la que sea, deberá ser mejor que ésa. La teoría que estoy sugiriendo trata de evitar ambas objeciones. Por de pronto, pone a Dios como centro del universo, y al hombre como cabeza subordinada de la naturaleza material. Los animales no son criaturas iguales al hombre, sino subordinadas a él, y su destino está estrictamente relacionado con el suyo. La inmortalidad derivada que, según hemos indicado, les corresponde no es mera compensación, sino parte esencial del cielo y la tierra nuevos relacionada orgánicamente con el doloroso proceso de la caída y redención del mundo.

Suponiendo, como hago yo, que la personalidad de los animales domésticos sea en buena parte un regalo del hombre —que la mera sensibilidad de que están dotados renazca como alma en nosotros, de igual modo que nuestra alma renace como espiritualidad en Cristo—, muy pocos animales en estado salvaje llegarán realmente, creo yo, a poseer «yo» o ego. Pero si alguno lo lograra y la bondad de Dios conviniera en que viviera de nuevo, su inmortalidad también estaría relacionada con el hombre, aunque no con unos dueños concretos, sino con la humanidad. Eso significa que, si el valor casi espiritual y emocional que la tradición humana atribuye a la bestia, como la «inocencia» del cordero o la noble realeza del león, tiene en algún caso un fundamento real en la naturaleza animal (y no es algo meramente accidental o arbitrario), la esperanza de que la bestia acompañe al hombre resucitado y forme parte de su «séquito» se apoya total o parcialmente en esa capacidad. Más si ese valor tradicional fuera algo completamente equivocado, la vida celestial de la bestia se debería al efecto —real pero desconocido— ejercido sobre el hombre durante su historia.

Si la cosmología cristiana es verdadera en algún sentido —no digo en sentido literal—, todo lo que existe sobre nuestro planeta está relacionado con el hombre. Las mismas criaturas extinguidas antes de que existiera el hombre son vistas en su verdadera luz cuando se las contempla como heraldos inconscientes del ser humano.

Cuando nos referimos a criaturas tan distantes de nosotros como las bestias salvajes o los animales prehistóricos, nos resulta extraordinariamente difícil saber de qué estamos hablando. Bien pudiera ocurrir que no tuvieran un «yo» ni experimentaran dolor. No sería extraño, incluso, que cada especie tuviera un «yo» común, es decir, que hubiera sido la «especie león», no los leones particulares, la que hubiera participado en el trabajo de la creación y la que habrá de compartir la restauración de todas las cosas. Si ya nos resulta difícil imaginar nuestra propia vida eterna, mucho más arduo será representarnos la vida que los animales puedan tener como «socios» nuestros. Si el león terrenal pudiera leer la profecía terrenal referida al día en que él mismo comerá heno como un buey, no la consideraría una descripción del cielo, sino del infierno. Y si no hay nada en él excepto sensibilidad carnívora, es un ser inconsciente y su eternidad carece de sentido. Pero si el león tiene un «yo» rudimentario, Dios, si le place, podrá darle un «cuerpo», que ya no vivirá destruyendo al cordero. Pero no por eso dejará de ser plenamente león, en el sentido de que será capaz de expresar la energía, el esplendor, el exultante poder alojados en el león visible de esta tierra.

Me parece, aunque estoy dispuesto a ser corregido, que el profeta utilizó una hipérbole oriental al hablar del león y el cordero yaciendo juntos. Eso sería muy osado por parte del cordero. Tener leones y corderos hermanados de ese modo significaría —excepto en alguna rara y trastornada saturnalia celestial— tanto como no tener ni corderos ni leones. A mi juicio, cuando el león deje de ser peligroso, seguirá siendo temible. En ese momento veremos por primera vez los colmillos y garras de los cuales los actuales son una torpe imitación satánicamente envilecida; no desaparecerá algo semejante al movimiento de una áurea melena, y el buen Duque dirá frecuentemente: «que ruja de nuevo».



En El problema del dolor, IX
Traductor: José Luis del Barco
©1940, Clive Staples Lewis
Foto: CSL en Cambridge 1958 © Burt Glinn/Magnum Photos



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