Estaba a punto de entrar en casa, era un viernes de principios de
agosto, por la tarde; de pronto me sentía cansado, como si llevara un peso muy
grande, aunque no había hecho más que atar unos frambuesos. Cuando alcancé la
escalera, me senté en el primer peldaño y pensé: De todos modos, no hay nadie
en casa. Un instante después oí voces procedentes del salón, y antes de que me
diera tiempo de levantarme, dijo Mona, mi hija: ¿Estás ahí? Me levanté, y
contesté: Creí que no había nadie en casa. Acabamos de llegar, dijo. ¿Quiénes?,
pregunté. Yo y Vera, contestó. Vera y yo, corregí. Vera y yo, repitió. Empecé a
subir la escalera. ¿Dónde está mamá?, preguntó. Ha ido a ver al abuelo,
contesté. Pasé por delante de ella y entré en el salón, pensé: O dondequiera que
esté. Mona dijo: ¿Podemos sentarnos Vera y yo en el jardín? Claro que sí,
contesté. Preguntó si podían tomarse una Coca—Cola. ¿Dónde está Vera?,
pregunté. En el baño. Le dije que se tomaran una Coca—Cola cada una. Subí al
piso de arriba y entré en el dormitorio. La cama estaba hecha. Ya no me sentía
cansado. Vera, pensé, ¿no es esa que siempre me mira tanto? Me acerqué a la
ventana abierta y allí seguía cuando ellas cruzaron el césped hacia la mesa del
jardín. Pensé: Esa chica seguro que es por lo menos un par de años mayor que
Mona. Al cabo de un rato fui al despacho por los prismáticos. La estuve mirando
con atención un buen rato. No miraba a Mona. Pensé: Estás de muy buen ver.
Acto seguido me tumbé en la cama. Cerré los ojos y me imaginé que la poseía.
No resultó difícil.
Una media hora más tarde, sentado en el salón con una taza de café y
una copa de coñac, oí cómo Eli abría la puerta de la calle con su llave. Me levanté
para que no me viera sentado sin hacer nada. Cogí una enciclopedia de la
estantería y la abrí al azar. Ella entró en el salón. ¿Ya estás de vuelta?,
pregunté. Ay, sí, contestó, se me hace difícil marcharme cuando estoy con él,
sólo me tiene a mí. No creo que le quede ya mucho. Me senté. ¿No está Mona?,
preguntó. Sí, está en el jardín con una amiga. ¿Ha empeorado? Eli se acercó a la
ventana. No sé si me gusta que Mona se junte tanto con esa Vera, comentó.
¿No?, pregunté. Es mucho mayor que ella, tiene casi dieciséis, debería ir con
chicas de su edad. No contesté; por un instante dudé de si había recogido los
prismáticos del dormitorio o no, y me sobrevino un cierto malestar. Le pregunté
si quería un café, pero contestó que se había tomado al menos tres en la
residencia, pero que le iría bien una copa de coñac. Mientras iba a buscársela le
dije que mi hermano había llamado porque necesitaba hablar conmigo. ¿Por eso
estás bebiendo?, preguntó ella. No contesté. Se sentó en el sofá. Le alcancé la
copa. ¿Va a venir?, preguntó. No, claro que no, contesté, he quedado con él en el
centro. Me acerqué a la ventana. Mirando a Vera y a Mona, dije: Las frambuesas
ya están casi maduras. Sí, contestó. Las he atado con una cuerda, dije. ¿Las has
regado?, preguntó ella. Pero si llovió hace tres días, objeté. La oí dejar la copa y
levantarse. Me volví, miré el reloj, y dije: Tengo que irme ya. ¿Volverás tarde?,
preguntó. No lo sé, contesté.
Al llegar al centro me sentía algo perdido. No suelo salir solo, ni
frecuentar los cafés. Estuve un rato dando vueltas por las calles, luego me
compré un periódico y entré en el bar del hotel Norge. Estaba vacío. Pedí una
cerveza y desplegué el periódico sobre la mesa. Intenté pensar en qué hubiera
podido querer decirme mi hermano, pero no se me ocurría nada. Hojeé el
periódico pensando: Lo único que se puede hacer es dejar que las cosas sigan su
curso, sin intentar evitar nada, así de simple.
Abandoné el bar una hora más tarde; estaba ligeramente borracho y
por ello despreocupado. En la prolongación de un encadenamiento de
pensamientos recordé algo que solía decir mi padre cuando de chico me negaban
algo y yo decía: ¡Lo quiero! Él contestaba: Tu voluntad está en el bolsillo de mi
pantalón, y por primera vez me pregunté qué tenía que ver con aquello el bolsillo
de su pantalón.
Mientras jugueteaba con ese problema periférico —es decir, qué tenía
que ver el bolsillo del pantalón de mi padre con mi voluntad; ¿también la suya
estaba en el mismo sitio?— llegué a un barrio que no suelo frecuentar, y al
avistar un bar llamado Johnnie, sentí el impulso que imagino que pretendía
inspirar con semejante nombre, y entré. El local constaba de una barra y tres o
cuatro mesas pequeñas, y todas estaban ocupadas. Me dirigí a la barra y pedí un
whisky; quería salir pronto de allí. ¿Hielo?, preguntó el camarero. Solo,
contesté. Un hombre se me acercó y me dijo: Hacía tiempo que no nos veíamos.
Lo miré. Pensé que tal vez lo había visto antes. Es verdad, corroboré. ¿Así que
me reconoces?, preguntó. Sí, contesté. Fue una noche memorable, señaló. Sí,
asentí. ¿Vives aquí?, preguntó. ¿Aquí? Sí, en esta ciudad. Ya lo sabías, dije. No,
no lo sabía, objetó él. Es verdad, tal vez no te lo dijera, señalé yo. Apuré el
vaso. Estoy en aquella mesa, dijo. Vente y charlamos un rato. Le dije que tenía
que irme, que iba a ver a mi hermano y ya era tarde. Qué pena, dijo. En otra
ocasión, contesté. Sí, dijo. Dale recuerdos a María, es así como se llama, ¿no?
Pues sí, contesté. Y me marché. Me sentía completamente sobrio. Me pregunté
si ese hombre llegaría alguna vez a encontrarse con el hombre con quien creía
haberse encontrado.
Me puse a deambular por las calles, sólo eran las nueve y media, y no
tenía ganas de volver a casa. Aunque la verdad es que tampoco tenía ganas de
ninguna otra cosa. Crucé el puente y fui hasta la estación de ferrocarril. Había
bastante gente en el andén esperando el tren que iba hacia el sur. Por los
altavoces anunciaron que el tren iba a llegar con ocho minutos de retraso. Me
metí en el restaurante de la estación, pedí una cerveza en la barra y me senté
en una mesa junto a la ventana. Me dio tiempo de vaciar la jarra antes de que el
tren llegara. Cuando se puso en marcha de nuevo, fui al servicio. Seguramente
había alguien esperando a su presa en una de las cabinas. Noté un golpe en la
cabeza y luego nada, hasta que volví a despertarme, solo, en el suelo. Vomité y
justo en ese momento se abrió la puerta. Intenté levantarme. Una voz gritó
algo. Pensé que él creía que yo estaba borracho, y quise decir algo, pero no lo
logré. No lo recuerdo todo con claridad. No hice más intentos de ponerme en
pie. Al cabo de unos instantes, alguien me levantó y me ayudó a salir de los
servicios y a entrar en un despacho. Me sentaron en una silla. Tenía la chaqueta
manchada de vómitos. Estaba avergonzado. Me llevaron al hospital en una
ambulancia. Un médico me miró los ojos y los oídos con una linterna, y me hizo
una serie de preguntas a las que respondí. Se marchó. Me quedé tumbado
mirando al techo, luego volvió y me preguntó que cómo me encontraba. Dije que
me dolía la cabeza. No me extraña, dijo él, tiene usted una leve conmoción
cerebral. Le pregunté si me dejaba llamar a casa para pedir a mi mujer que
viniera a buscarme. Un momento, dijo, y volvió a desaparecer. Me incorporé.
Llegó una enfermera con mi gabardina y mi camisa, en la que también había
vomitado. Hemos limpiado lo más gordo, dijo ella. Gracias, dije. Hay una cabina
telefónica en el pasillo, indicó. No tengo dinero, expliqué. Ah, claro, dijo ella. Se
marchó. Me puse la camisa. La enfermera volvió con un teléfono inalámbrico,
luego me dejó solo. Tecleé el número. Eli tardó mucho en contestar. Soy yo,
dije, quería saber si podías venir a buscarme, estoy en el hospital, en urgencias,
no es nada grave, pero me han robado la cartera y... ¿En urgencias?, preguntó.
Sí, contesté. Ay, Martin, exclamó. No es nada grave, expliqué. Voy para allá,
dijo.
Llegó a la media hora. Estaba muy tranquila, y con esa expresión dulce
que a veces tiene cuando duerme. Me acarició la mejilla y dijo que había hablado
con el médico. Me puse la chaqueta. Ella la miró. He vomitado, dije. Ya lo sé,
contestó. Atravesamos el pasillo y la sala de espera, y llegamos hasta el coche.
¿No estabas con William?, preguntó. No, contesté, estaba solo. Ella se quedó
callada. La cabeza me estallaba. He estado solo toda la tarde, expliqué. No
contestó. Cruzamos el puente y pasamos por delante del hotel Norge. ¿No
acudió a la cita?, preguntó. No era verdad que hubiese llamado, dije. Al cabo de
un rato me volví y la miré; ella hizo como si no se diera cuenta. Cuando ya casi
habíamos llegado a casa, dijo: ¿Estás aprovechando esta situación para contar
me algo que de otra forma no habrías conseguido decirme? Sólo digo lo que hay,
dije. Ya, contestó, pero ¿por qué? ¿A qué viene esta repentina sinceridad? No
contesté. Ella entró por la puerta del jardín y detuvo el coche delante del
garaje. Salí del vehículo y me acerqué a la puerta de la casa. Abrí con mi llave.
Llené una copa de coñac y me la bebí. ¿Qué haces?, preguntó a mis espaldas. Me
duele la cabeza, contesté. El médico ha dicho que no bebas alcohol, protestó
ella. Será mejor que te vayas a la cama. N o sabía qué hacer. Luego me di cuenta
de que daba igual lo que hiciera. Sí, dije.
Llevaba un rato acostado cuando ella entró. Apagó la luz antes de
desnudarse, a pesar de ver que estaba despierto, o precisamente porque vio que
estaba despierto. No dijo nada hasta después de haberse acostado: Le dije a
Mona que habías quedado con William. ¿No te importa decirle que William no
acudió? No contesté. ¿Te importa?, insistió. No, respondí. Buenas noches, dijo.
Buenas noches, dije.
Tardé en dormirme. Me venían a la mente sus palabras: ¿A qué viene
esta repentina sinceridad? Y pensé: ¿Qué sabe ella de mí que yo no sé que ella
sabe?
Cuando me desperté, ella ya se había levantado. Intenté volver a
dormirme. Me dolía la cabeza. Eran más de las nueve. Necesitaba ir al baño, y lo
hice con cuidado para que ella no se diera cuenta. No tiré de la cadena. Volví a
acostarme, pero no logré dormirme. Me levanté y miré por una rendija de la
cortina. Eli y Mona estaban desayunando en el jardín. Me vestí deprisa y bajé
con ellas. Mona quería saberlo todo. Eli fue a prepararme una taza de té. Mona
no entendía qué hacía yo en el restaurante de la estación. Se lo expliqué.
Entonces fue por culpa del tío William, dijo. Bueno, que él no acudiera a la cita
no era motivo para que yo me metiera en ese restaurante, dije. De todos modos,
dijo. No contesté. Ella seguía preguntando. Eli llegó con el té y se sentó. ¿La
ambulancia llevaba la sirena puesta?, preguntó Mona. No creo, contesté. ¿Y
luces azules?, preguntó. Deja desayunar a papá, intervino Eli. No lo sé, contesté.
Se hizo el silencio un rato. Luego Mona habló de algo que tenía que hacer antes
de ir a la playa, y Eli le preguntó con quién se iba. Con Vera, contestó Mona, y
supuse que Eli diría algo al respecto, pero no lo hizo. ¿Quién es Vera?, pregunté.
Ya lo sabes, contestó Mona, la que estuvo ayer aquí. Ah, sí, dije. Eli no dijo nada.
Mona se levantó y se marchó. Ahora nos toca a nosotros, pensé, pero Eli se
limitó a preguntarme cómo me encontraba. Contesté que bien, excepto un poco
de dolor de cabeza. Me alegro, dijo. Se levantó y se puso a recoger la mesa; sólo
le cupo la mitad en la bandeja. La observé alejarse por el césped y pensé: Ni
siquiera me ha preguntado cuánto dinero llevaba en la cartera. Luego me acordé
de cómo me había acariciado la mejilla, y cuando volvió, quise decide algo, pero
se me anticipó. Me preguntó si le había dicho a Mona que William no había
acudido. Sí, contesté, y ella ha dicho que entonces él tuvo la culpa de lo que
ocurrió. ¿Y qué?, preguntó ella. No, nada, contesté. Ah bueno, dijo ella, no creo
que eso te preocupe mucho, porque una mentira suele llevar a otra. No es lo que
crees, dije. ¿Qué sabes tú de lo que yo creo?, dijo. Dime lo que piensas que yo
creo. No contesté. Recogió el resto de las cosas de la mesa con movimientos
bruscos, luego dijo: Dime, ¿fue en un momento de fortaleza o de debilidad
cuando desmentiste lo de William? No contesté. Ella se fue. Pensé: Que se joda.
Al cabo de un rato me levanté, pasé por delante de los frambuesos y
fui al único lugar del jardín en el que no te pueden ver desde la casa. No había
encontrado respuesta a su última pregunta. Me senté en el tocón del gran
abedul enfermo que habíamos talado hacía cuatro años y permanecí allí sentado,
mirando hacia el seto de cipreses que daba al atajo; a través de un hueco pude
ver el travesaño roto de la valla que Eli aún no había descubierto, y que yo aún
no me había decidido a reparar, y de repente se me ocurrió que mis disimulos y
mentiras constituían una condición para mi libertad, y que mi confesión en el
coche había expresado una indiferencia condicionada por la situación que nada
tenía que ver con la sinceridad.
Me levanté, ligeramente eufórico por esta precisión, y volví a la mesa
del jardín. La puerta de la terraza estaba abierta. Pensaba decirle que
lamentaba haber dicho que no era verdad que tuviera una cita con William. En
ese momento Eli salió a la terraza. Voy a ver a mi padre, gritó, y volvió a
meterse.
Me quedé sentado hasta estar seguro de que ella se había marchado.
Entonces entré en la casa, cerré la puerta de la terraza con llave y subí al
dormitorio. Me quité las sandalias y me acosté. Pensé en que ella había dicho:
Ay, Martin, y me había acariciado la mejilla. Al cabo de un rato me invadió una
ligera somnolencia llena de imágenes: paisajes cambiantes que no había visto
nunca y en los que no había nada alarmante, pero que sin embargo me llenaron de
tal inquietud que tuve que levantarme y ponerme a dar vueltas por la habitación.
Eso me ayudó. Siempre me ha ayudado. Pero no volví a acostarme.
Al poco de volver Eli —no nos habíamos dicho nada, ella estaba junto al
banco de la cocina mirando por la ventana— me acerqué a ella, la toqué
levemente y dije que sentía haberle dicho que había quedado con William.
Bueno, bueno, dijo ella. Retiré la mano. No tenía que ver contigo, dije. Bueno,
Martin, contestó Eli. No sabía qué más podía decir, pero no me marché. Se
volvió y me miró. Nuestras miradas se cruzaron. Fui incapaz de ver lo que había
en su mirada. Supongo que esto no cambia nada, dijo ella. No, pensé. A que no,
dijo. No, contesté.
***
Prólogo de Fogwill
Lugar, Noruega. Un país mediano, poco más extenso que la provincia de
Buenos Aires. Su región polar, la zona de glaciares y las desérticas y
montañosas ocupan casi todo su territorio, lo que deja apenas un dos por ciento
de superficie cultivable. Los cinco millones de habitantes son súbditos de un rey
—circunstancialmente, Harald V— que es también la autoridad de la religión
oficial, la Iglesia de Noruega. Se trata de una secta cristiana que procede del
cisma luterano: «protestante», la llamarían los curas de aquí. Pero los noruegos
no ruegan mucho y protestan apenas lo indispensable. En el censo, el ochenta y
tres por ciento de los noruegos se manifiesta fiel al culto, más del setenta por
ciento de los recién nacidos recibe el bautismo y, mientras solo el cuarenta y
cinco por ciento de las parejas se consagra en el templo, más del noventa por
ciento de las ceremonias fúnebres se realiza según el rito de la Iglesia y en
presencia de una autoridad religiosa. La Iglesia de Noruega, que recluta a sus
pastores entre egresados universitarios con un máster o un doctorado en
Teología independientemente de su sexo y su estado civil, fue pionera en
aceptar el matrimonio gay. Noruega, que fue ocupada por Alemania y se declaró
voluntariamente neutral durante la segunda guerra, ingresó en la OTAN en
1949. En cambio, por mandato popular de dos plebiscitos, declinó integrar la
Unión Europea y la esfera del euro. Entre los diecisiete y los dieciocho años,
noruegas y noruegos cumplen doce meses de servicio militar obligatorio. En
Noruega no rigen doctrinas de seguridad nacional porque es una nación segura.
Tampoco hay teorías sobre la literatura nacional, porque tiene literatura
nacional, ni cultivan las variantes latinoamericanas del pensamiento nacional,
porque todos piensan como noruegos. Entre tantas cosas, ser noruego es contar
con un ingreso per cápita de sesenta mil dólares anuales e integrar una pirámide
de distribución de la riqueza que ningún político latinoamericano se atrevería a
prometer ni como proyecto a veinte años de plazo.
2010. En las afueras de Oslo, cerca de las pistas de esquí, Kjell
Askildsen cumple ochenta años. Él, que hace medio siglo construyó la imagen de
una decrepitud solitaria y desesperanzada en el estado de bienestar
postcapitalista, vive la suya en plenitud. Elude fotógrafos, prensa y televisión
mientras compila, publica, traduce abnegadamente a sus autores de culto —
Broch, Strindberg, Beckett, Harold Pinter— y, tal como los noruegos de sus
relatos atienden esas huertas que remedan una naturaleza pródiga y una
agricultura que su territorio les tiene vedada, administra la obra por la cual lo
conoce el mundo: una magistral colección de relatos breves 1.
Relato breve es mi traducción literal de lo que los americanos celebraron de este maestro del «short store» que, en Sudamérica, llamamos «cuento» sin el temor anglosajón a connotar temas maravillosos, infantiles, fantásticos o mágicos. En los años setenta, César Aira, inspirado en Deleuze, desarrolló un modelo que diferenciaba con precisión los géneros del cuento, la nouvelle y la novela: afortunadamente, ni él lo tomó en serio y así proliferó su obra desmintiéndolo. Pero su propuesta tenía la virtud de inmunizar contra la oferta tallerista de modelos narrativos inspirados en Poe y en el policial que un par de consagrados imponían a los estudiantes incautos. Los textos de Askildsen eluden descripciones, escenografías, tramas, suspensos, desenlaces, sorpresas calculadas que revelan la mala fe del narrador, pinturas de época, guiños a la moda de temporada, denuncias contra el nazismo, el racismo, el estalinismo, el capitalismo, la contaminación, los medios de comunicación, la policía, a monarquía, la injusticia, ni contra el mal, entendido como resultado de un proyecto consciente de los humanos. Y sin embargo, cada una de sus páginas nos sacude como si fuese un alegato. ¿Qué alega?
Alega el autor extremeño Julián Rodríguez en su presentación de la primera antología de relatos de Askildsen publicada en España, en 2008, que Kjell Askildsen es un artista de su tiempo, pero que su tiempo no es el del minimalismo contemporáneo que algunos atribuyen a una obra que no ha variado desde 1953, ni es el del realismo sucio carveriano, sino que es parte de una revuelta contra lo convencionalmente real, la famosa «realidad» que no es sino un emergente de las maneras de narrarla.
Efectivamente, es un artista del narrar y ha creado un estilo indeleble.
Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más
rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de
inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos reducidos al mínimo y muy a
menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una
palabra o por un impulso a actuar; con climas y estaciones indicadas apenas por
la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias
resumidas por la simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano, o con odio significado por el
movimiento de un cuerpo que sale a prender un cigarrillo. Con semejante
material ha podido crear un mundo. Su mundo: algo que invita a ser revisitado
para recuperar la noción de ficciones verdaderas.
Askildsen no teme reiterarse (no es improbable que jamás haya temido
algo). Para presentar sus Cuentos reunidos 2, elegí ordenarlos por un
contrapunto de personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del
conflicto dramático. El orden cronológico no se adecuaba a un autor que ha
hecho de la fidelidad a sí mismo un rasgo de estilo. La tentación de presentarlos
en orden de su apariencia temática me pareció injusta para una obra cuyos
únicos temas son el hombre y la literatura. Por consideraciones de género y por
tratarse de un ejercicio de suspenso que el autor discontinuó prontamente, he
recomendado la exclusión del relato experimental «Carl Lange". Para la edición
se han modificado unas pocas expresiones del español o el madrileño corrientes
que desconcertarían al lector latinoamericano, cuidando en cada caso que la
sustitución no afecte la legibilidad de la obra para los lectores peninsulares.
1 Por ejemplo, rastreamos en la prensa internacional de los últimos años estas calificaciones: «El más deslumbrante maestro del cuento europeo». «Nada de lo que expone con su concisa brevedad nos es totalmente ajeno». «El temblor sísmico, hasta el horror, que acecha bajo la aparente intrascendencia de los hechos pequeños: así nos lo hace saber con feroz insistencia». «Sus personajes son captados en un momento cualquiera de sus vidas, como si les fotografiasen un momento de su crisis permanente». «Maestro de la escena breve; una velada, un día o una tarde le son suficientes para exprimir los conflictos larvados durante años por sus protagonistas». «Son bisturíes del interior humano, que rastrean entre las vísceras para ponerlas sobre la mesa. Porque eso es lo que hace con sus relatos». «Teje una trama ligera pero repleta de sugerencias muy sutiles». «Sobrio, conciso y claro como el hielo, pocos como Askildsen consiguen en muy pocas líneas retratar la llamada "sociedad del bienestar" y golpean de esta forma en la conciencia del lector». «Emparentado con los más grandes: Hemingway y Carver, por el estilo; Kafka, Beckett y Camus, por el sentido». «[En un mundo trivial] Askildsen confiere a sus personajes destinos más propios de la tragedia griega». «[Lo suyo] es una manera elegante en la que consigue que el lector vea lo que sus protagonistas no ven».
2 Con excepción de «Carl Lange, incluido en su libro Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, se presentan todos los cuentos publicados en español por el autor y no se tiene noticia de que haya otra colección de relatos sin traducción. En su forma original, todos bajo el sello Lengua de Trapo, fueron publicados de la siguiente manera: Un vasto y desierto paisaje (2002), Últimas notas de Thomas F.
para la humanidad (2003), Los perros de Tesalónica (2006) y Desde ahora te acompañaré a casa (2008).
Cuentos reunidos
Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
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