12 de julio de 2012

Kjell Askildsen: La excursión de Martín Hansen (y prólogo de Fogwill)




Estaba a punto de entrar en casa, era un viernes de principios de agosto, por la tarde; de pronto me sentía cansado, como si llevara un peso muy grande, aunque no había hecho más que atar unos frambuesos. Cuando alcancé la escalera, me senté en el primer peldaño y pensé: De todos modos, no hay nadie en casa. Un instante después oí voces procedentes del salón, y antes de que me diera tiempo de levantarme, dijo Mona, mi hija: ¿Estás ahí? Me levanté, y contesté: Creí que no había nadie en casa. Acabamos de llegar, dijo. ¿Quiénes?, pregunté. Yo y Vera, contestó. Vera y yo, corregí. Vera y yo, repitió. Empecé a subir la escalera. ¿Dónde está mamá?, preguntó. Ha ido a ver al abuelo, contesté. Pasé por delante de ella y entré en el salón, pensé: O dondequiera que esté. Mona dijo: ¿Podemos sentarnos Vera y yo en el jardín? Claro que sí, contesté. Preguntó si podían tomarse una Coca—Cola. ¿Dónde está Vera?, pregunté. En el baño. Le dije que se tomaran una Coca—Cola cada una. Subí al piso de arriba y entré en el dormitorio. La cama estaba hecha. Ya no me sentía cansado. Vera, pensé, ¿no es esa que siempre me mira tanto? Me acerqué a la ventana abierta y allí seguía cuando ellas cruzaron el césped hacia la mesa del jardín. Pensé: Esa chica seguro que es por lo menos un par de años mayor que Mona. Al cabo de un rato fui al despacho por los prismáticos. La estuve mirando con atención un buen rato. No miraba a Mona. Pensé: Estás de muy buen ver. Acto seguido me tumbé en la cama. Cerré los ojos y me imaginé que la poseía. No resultó difícil.

Una media hora más tarde, sentado en el salón con una taza de café y una copa de coñac, oí cómo Eli abría la puerta de la calle con su llave. Me levanté para que no me viera sentado sin hacer nada. Cogí una enciclopedia de la estantería y la abrí al azar. Ella entró en el salón. ¿Ya estás de vuelta?, pregunté. Ay, sí, contestó, se me hace difícil marcharme cuando estoy con él, sólo me tiene a mí. No creo que le quede ya mucho. Me senté. ¿No está Mona?, preguntó. Sí, está en el jardín con una amiga. ¿Ha empeorado? Eli se acercó a la ventana. No sé si me gusta que Mona se junte tanto con esa Vera, comentó. ¿No?, pregunté. Es mucho mayor que ella, tiene casi dieciséis, debería ir con chicas de su edad. No contesté; por un instante dudé de si había recogido los prismáticos del dormitorio o no, y me sobrevino un cierto malestar. Le pregunté si quería un café, pero contestó que se había tomado al menos tres en la residencia, pero que le iría bien una copa de coñac. Mientras iba a buscársela le dije que mi hermano había llamado porque necesitaba hablar conmigo. ¿Por eso estás bebiendo?, preguntó ella. No contesté. Se sentó en el sofá. Le alcancé la copa. ¿Va a venir?, preguntó. No, claro que no, contesté, he quedado con él en el centro. Me acerqué a la ventana. Mirando a Vera y a Mona, dije: Las frambuesas ya están casi maduras. Sí, contestó. Las he atado con una cuerda, dije. ¿Las has regado?, preguntó ella. Pero si llovió hace tres días, objeté. La oí dejar la copa y levantarse. Me volví, miré el reloj, y dije: Tengo que irme ya. ¿Volverás tarde?, preguntó. No lo sé, contesté.

Al llegar al centro me sentía algo perdido. No suelo salir solo, ni frecuentar los cafés. Estuve un rato dando vueltas por las calles, luego me compré un periódico y entré en el bar del hotel Norge. Estaba vacío. Pedí una cerveza y desplegué el periódico sobre la mesa. Intenté pensar en qué hubiera podido querer decirme mi hermano, pero no se me ocurría nada. Hojeé el periódico pensando: Lo único que se puede hacer es dejar que las cosas sigan su curso, sin intentar evitar nada, así de simple.

Abandoné el bar una hora más tarde; estaba ligeramente borracho y por ello despreocupado. En la prolongación de un encadenamiento de pensamientos recordé algo que solía decir mi padre cuando de chico me negaban algo y yo decía: ¡Lo quiero! Él contestaba: Tu voluntad está en el bolsillo de mi pantalón, y por primera vez me pregunté qué tenía que ver con aquello el bolsillo de su pantalón.

Mientras jugueteaba con ese problema periférico —es decir, qué tenía que ver el bolsillo del pantalón de mi padre con mi voluntad; ¿también la suya estaba en el mismo sitio?— llegué a un barrio que no suelo frecuentar, y al avistar un bar llamado Johnnie, sentí el impulso que imagino que pretendía inspirar con semejante nombre, y entré. El local constaba de una barra y tres o cuatro mesas pequeñas, y todas estaban ocupadas. Me dirigí a la barra y pedí un whisky; quería salir pronto de allí. ¿Hielo?, preguntó el camarero. Solo, contesté. Un hombre se me acercó y me dijo: Hacía tiempo que no nos veíamos. Lo miré. Pensé que tal vez lo había visto antes. Es verdad, corroboré. ¿Así que me reconoces?, preguntó. Sí, contesté. Fue una noche memorable, señaló. Sí, asentí. ¿Vives aquí?, preguntó. ¿Aquí? Sí, en esta ciudad. Ya lo sabías, dije. No, no lo sabía, objetó él. Es verdad, tal vez no te lo dijera, señalé yo. Apuré el vaso. Estoy en aquella mesa, dijo. Vente y charlamos un rato. Le dije que tenía que irme, que iba a ver a mi hermano y ya era tarde. Qué pena, dijo. En otra ocasión, contesté. Sí, dijo. Dale recuerdos a María, es así como se llama, ¿no? Pues sí, contesté. Y me marché. Me sentía completamente sobrio. Me pregunté si ese hombre llegaría alguna vez a encontrarse con el hombre con quien creía haberse encontrado.

Me puse a deambular por las calles, sólo eran las nueve y media, y no tenía ganas de volver a casa. Aunque la verdad es que tampoco tenía ganas de ninguna otra cosa. Crucé el puente y fui hasta la estación de ferrocarril. Había bastante gente en el andén esperando el tren que iba hacia el sur. Por los altavoces anunciaron que el tren iba a llegar con ocho minutos de retraso. Me metí en el restaurante de la estación, pedí una cerveza en la barra y me senté en una mesa junto a la ventana. Me dio tiempo de vaciar la jarra antes de que el tren llegara. Cuando se puso en marcha de nuevo, fui al servicio. Seguramente había alguien esperando a su presa en una de las cabinas. Noté un golpe en la cabeza y luego nada, hasta que volví a despertarme, solo, en el suelo. Vomité y justo en ese momento se abrió la puerta. Intenté levantarme. Una voz gritó algo. Pensé que él creía que yo estaba borracho, y quise decir algo, pero no lo logré. No lo recuerdo todo con claridad. No hice más intentos de ponerme en pie. Al cabo de unos instantes, alguien me levantó y me ayudó a salir de los servicios y a entrar en un despacho. Me sentaron en una silla. Tenía la chaqueta manchada de vómitos. Estaba avergonzado. Me llevaron al hospital en una ambulancia. Un médico me miró los ojos y los oídos con una linterna, y me hizo una serie de preguntas a las que respondí. Se marchó. Me quedé tumbado mirando al techo, luego volvió y me preguntó que cómo me encontraba. Dije que me dolía la cabeza. No me extraña, dijo él, tiene usted una leve conmoción cerebral. Le pregunté si me dejaba llamar a casa para pedir a mi mujer que viniera a buscarme. Un momento, dijo, y volvió a desaparecer. Me incorporé. Llegó una enfermera con mi gabardina y mi camisa, en la que también había vomitado. Hemos limpiado lo más gordo, dijo ella. Gracias, dije. Hay una cabina telefónica en el pasillo, indicó. No tengo dinero, expliqué. Ah, claro, dijo ella. Se marchó. Me puse la camisa. La enfermera volvió con un teléfono inalámbrico, luego me dejó solo. Tecleé el número. Eli tardó mucho en contestar. Soy yo, dije, quería saber si podías venir a buscarme, estoy en el hospital, en urgencias, no es nada grave, pero me han robado la cartera y... ¿En urgencias?, preguntó. Sí, contesté. Ay, Martin, exclamó. No es nada grave, expliqué. Voy para allá, dijo.

Llegó a la media hora. Estaba muy tranquila, y con esa expresión dulce que a veces tiene cuando duerme. Me acarició la mejilla y dijo que había hablado con el médico. Me puse la chaqueta. Ella la miró. He vomitado, dije. Ya lo sé, contestó. Atravesamos el pasillo y la sala de espera, y llegamos hasta el coche. ¿No estabas con William?, preguntó. No, contesté, estaba solo. Ella se quedó callada. La cabeza me estallaba. He estado solo toda la tarde, expliqué. No contestó. Cruzamos el puente y pasamos por delante del hotel Norge. ¿No acudió a la cita?, preguntó. No era verdad que hubiese llamado, dije. Al cabo de un rato me volví y la miré; ella hizo como si no se diera cuenta. Cuando ya casi habíamos llegado a casa, dijo: ¿Estás aprovechando esta situación para contar me algo que de otra forma no habrías conseguido decirme? Sólo digo lo que hay, dije. Ya, contestó, pero ¿por qué? ¿A qué viene esta repentina sinceridad? No contesté. Ella entró por la puerta del jardín y detuvo el coche delante del garaje. Salí del vehículo y me acerqué a la puerta de la casa. Abrí con mi llave. Llené una copa de coñac y me la bebí. ¿Qué haces?, preguntó a mis espaldas. Me duele la cabeza, contesté. El médico ha dicho que no bebas alcohol, protestó ella. Será mejor que te vayas a la cama. N o sabía qué hacer. Luego me di cuenta de que daba igual lo que hiciera. Sí, dije.

Llevaba un rato acostado cuando ella entró. Apagó la luz antes de desnudarse, a pesar de ver que estaba despierto, o precisamente porque vio que estaba despierto. No dijo nada hasta después de haberse acostado: Le dije a Mona que habías quedado con William. ¿No te importa decirle que William no acudió? No contesté. ¿Te importa?, insistió. No, respondí. Buenas noches, dijo. Buenas noches, dije.

Tardé en dormirme. Me venían a la mente sus palabras: ¿A qué viene esta repentina sinceridad? Y pensé: ¿Qué sabe ella de mí que yo no sé que ella sabe?

Cuando me desperté, ella ya se había levantado. Intenté volver a dormirme. Me dolía la cabeza. Eran más de las nueve. Necesitaba ir al baño, y lo hice con cuidado para que ella no se diera cuenta. No tiré de la cadena. Volví a acostarme, pero no logré dormirme. Me levanté y miré por una rendija de la cortina. Eli y Mona estaban desayunando en el jardín. Me vestí deprisa y bajé con ellas. Mona quería saberlo todo. Eli fue a prepararme una taza de té. Mona no entendía qué hacía yo en el restaurante de la estación. Se lo expliqué. Entonces fue por culpa del tío William, dijo. Bueno, que él no acudiera a la cita no era motivo para que yo me metiera en ese restaurante, dije. De todos modos, dijo. No contesté. Ella seguía preguntando. Eli llegó con el té y se sentó. ¿La ambulancia llevaba la sirena puesta?, preguntó Mona. No creo, contesté. ¿Y luces azules?, preguntó. Deja desayunar a papá, intervino Eli. No lo sé, contesté. Se hizo el silencio un rato. Luego Mona habló de algo que tenía que hacer antes de ir a la playa, y Eli le preguntó con quién se iba. Con Vera, contestó Mona, y supuse que Eli diría algo al respecto, pero no lo hizo. ¿Quién es Vera?, pregunté. Ya lo sabes, contestó Mona, la que estuvo ayer aquí. Ah, sí, dije. Eli no dijo nada. Mona se levantó y se marchó. Ahora nos toca a nosotros, pensé, pero Eli se limitó a preguntarme cómo me encontraba. Contesté que bien, excepto un poco de dolor de cabeza. Me alegro, dijo. Se levantó y se puso a recoger la mesa; sólo le cupo la mitad en la bandeja. La observé alejarse por el césped y pensé: Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero llevaba en la cartera. Luego me acordé de cómo me había acariciado la mejilla, y cuando volvió, quise decide algo, pero se me anticipó. Me preguntó si le había dicho a Mona que William no había acudido. Sí, contesté, y ella ha dicho que entonces él tuvo la culpa de lo que ocurrió. ¿Y qué?, preguntó ella. No, nada, contesté. Ah bueno, dijo ella, no creo que eso te preocupe mucho, porque una mentira suele llevar a otra. No es lo que crees, dije. ¿Qué sabes tú de lo que yo creo?, dijo. Dime lo que piensas que yo creo. No contesté. Recogió el resto de las cosas de la mesa con movimientos bruscos, luego dijo: Dime, ¿fue en un momento de fortaleza o de debilidad cuando desmentiste lo de William? No contesté. Ella se fue. Pensé: Que se joda.

Al cabo de un rato me levanté, pasé por delante de los frambuesos y fui al único lugar del jardín en el que no te pueden ver desde la casa. No había encontrado respuesta a su última pregunta. Me senté en el tocón del gran abedul enfermo que habíamos talado hacía cuatro años y permanecí allí sentado, mirando hacia el seto de cipreses que daba al atajo; a través de un hueco pude ver el travesaño roto de la valla que Eli aún no había descubierto, y que yo aún no me había decidido a reparar, y de repente se me ocurrió que mis disimulos y mentiras constituían una condición para mi libertad, y que mi confesión en el coche había expresado una indiferencia condicionada por la situación que nada tenía que ver con la sinceridad.

Me levanté, ligeramente eufórico por esta precisión, y volví a la mesa del jardín. La puerta de la terraza estaba abierta. Pensaba decirle que lamentaba haber dicho que no era verdad que tuviera una cita con William. En ese momento Eli salió a la terraza. Voy a ver a mi padre, gritó, y volvió a meterse.

Me quedé sentado hasta estar seguro de que ella se había marchado. Entonces entré en la casa, cerré la puerta de la terraza con llave y subí al dormitorio. Me quité las sandalias y me acosté. Pensé en que ella había dicho: Ay, Martin, y me había acariciado la mejilla. Al cabo de un rato me invadió una ligera somnolencia llena de imágenes: paisajes cambiantes que no había visto nunca y en los que no había nada alarmante, pero que sin embargo me llenaron de tal inquietud que tuve que levantarme y ponerme a dar vueltas por la habitación. Eso me ayudó. Siempre me ha ayudado. Pero no volví a acostarme.

Al poco de volver Eli —no nos habíamos dicho nada, ella estaba junto al banco de la cocina mirando por la ventana— me acerqué a ella, la toqué levemente y dije que sentía haberle dicho que había quedado con William. Bueno, bueno, dijo ella. Retiré la mano. No tenía que ver contigo, dije. Bueno, Martin, contestó Eli. No sabía qué más podía decir, pero no me marché. Se volvió y me miró. Nuestras miradas se cruzaron. Fui incapaz de ver lo que había en su mirada. Supongo que esto no cambia nada, dijo ella. No, pensé. A que no, dijo. No, contesté. 


***
 
Prólogo de Fogwill 

Lugar, Noruega. Un país mediano, poco más extenso que la provincia de Buenos Aires. Su región polar, la zona de glaciares y las desérticas y montañosas ocupan casi todo su territorio, lo que deja apenas un dos por ciento de superficie cultivable. Los cinco millones de habitantes son súbditos de un rey —circunstancialmente, Harald V— que es también la autoridad de la religión oficial, la Iglesia de Noruega. Se trata de una secta cristiana que procede del cisma luterano: «protestante», la llamarían los curas de aquí. Pero los noruegos no ruegan mucho y protestan apenas lo indispensable. En el censo, el ochenta y tres por ciento de los noruegos se manifiesta fiel al culto, más del setenta por ciento de los recién nacidos recibe el bautismo y, mientras solo el cuarenta y cinco por ciento de las parejas se consagra en el templo, más del noventa por ciento de las ceremonias fúnebres se realiza según el rito de la Iglesia y en presencia de una autoridad religiosa. La Iglesia de Noruega, que recluta a sus pastores entre egresados universitarios con un máster o un doctorado en Teología independientemente de su sexo y su estado civil, fue pionera en aceptar el matrimonio gay. Noruega, que fue ocupada por Alemania y se declaró voluntariamente neutral durante la segunda guerra, ingresó en la OTAN en 1949. En cambio, por mandato popular de dos plebiscitos, declinó integrar la Unión Europea y la esfera del euro. Entre los diecisiete y los dieciocho años, noruegas y noruegos cumplen doce meses de servicio militar obligatorio. En Noruega no rigen doctrinas de seguridad nacional porque es una nación segura. Tampoco hay teorías sobre la literatura nacional, porque tiene literatura nacional, ni cultivan las variantes latinoamericanas del pensamiento nacional, porque todos piensan como noruegos. Entre tantas cosas, ser noruego es contar con un ingreso per cápita de sesenta mil dólares anuales e integrar una pirámide de distribución de la riqueza que ningún político latinoamericano se atrevería a prometer ni como proyecto a veinte años de plazo.

2010. En las afueras de Oslo, cerca de las pistas de esquí, Kjell Askildsen cumple ochenta años. Él, que hace medio siglo construyó la imagen de una decrepitud solitaria y desesperanzada en el estado de bienestar postcapitalista, vive la suya en plenitud. Elude fotógrafos, prensa y televisión mientras compila, publica, traduce abnegadamente a sus autores de culto — Broch, Strindberg, Beckett, Harold Pinter— y, tal como los noruegos de sus relatos atienden esas huertas que remedan una naturaleza pródiga y una agricultura que su territorio les tiene vedada, administra la obra por la cual lo conoce el mundo: una magistral colección de relatos breves 1.

Relato breve es mi traducción literal de lo que los americanos celebraron de este maestro del «short store» que, en Sudamérica, llamamos «cuento» sin el temor anglosajón a connotar temas maravillosos, infantiles, fantásticos o mágicos. En los años setenta, César Aira, inspirado en Deleuze, desarrolló un modelo que diferenciaba con precisión los géneros del cuento, la nouvelle y la novela: afortunadamente, ni él lo tomó en serio y así proliferó su obra desmintiéndolo. Pero su propuesta tenía la virtud de inmunizar contra la oferta tallerista de modelos narrativos inspirados en Poe y en el policial que un par de consagrados imponían a los estudiantes incautos. Los textos de Askildsen eluden descripciones, escenografías, tramas, suspensos, desenlaces, sorpresas calculadas que revelan la mala fe del narrador, pinturas de época, guiños a la moda de temporada, denuncias contra el nazismo, el racismo, el estalinismo, el capitalismo, la contaminación, los medios de comunicación, la policía, a monarquía, la injusticia, ni contra el mal, entendido como resultado de un proyecto consciente de los humanos. Y sin embargo, cada una de sus páginas nos sacude como si fuese un alegato. ¿Qué alega?

Alega el autor extremeño Julián Rodríguez en su presentación de la primera antología de relatos de Askildsen publicada en España, en 2008, que Kjell Askildsen es un artista de su tiempo, pero que su tiempo no es el del minimalismo contemporáneo que algunos atribuyen a una obra que no ha variado desde 1953, ni es el del realismo sucio carveriano, sino que es parte de una revuelta contra lo convencionalmente real, la famosa «realidad» que no es sino un emergente de las maneras de narrarla.

Efectivamente, es un artista del narrar y ha creado un estilo indeleble. Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos reducidos al mínimo y muy a menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una palabra o por un impulso a actuar; con climas y estaciones indicadas apenas por la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias resumidas por la simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano, o con odio significado por el movimiento de un cuerpo que sale a prender un cigarrillo. Con semejante material ha podido crear un mundo. Su mundo: algo que invita a ser revisitado para recuperar la noción de ficciones verdaderas.

Askildsen no teme reiterarse (no es improbable que jamás haya temido algo). Para presentar sus Cuentos reunidos 2, elegí ordenarlos por un contrapunto de personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del conflicto dramático. El orden cronológico no se adecuaba a un autor que ha hecho de la fidelidad a sí mismo un rasgo de estilo. La tentación de presentarlos en orden de su apariencia temática me pareció injusta para una obra cuyos únicos temas son el hombre y la literatura. Por consideraciones de género y por tratarse de un ejercicio de suspenso que el autor discontinuó prontamente, he recomendado la exclusión del relato experimental «Carl Lange". Para la edición se han modificado unas pocas expresiones del español o el madrileño corrientes que desconcertarían al lector latinoamericano, cuidando en cada caso que la sustitución no afecte la legibilidad de la obra para los lectores peninsulares.

1 Por ejemplo, rastreamos en la prensa internacional de los últimos años estas calificaciones: «El más deslumbrante maestro del cuento europeo». «Nada de lo que expone con su concisa brevedad nos es totalmente ajeno». «El temblor sísmico, hasta el horror, que acecha bajo la aparente intrascendencia de los hechos pequeños: así nos lo hace saber con feroz insistencia». «Sus personajes son captados en un momento cualquiera de sus vidas, como si les fotografiasen un momento de su crisis permanente». «Maestro de la escena breve; una velada, un día o una tarde le son suficientes para exprimir los conflictos larvados durante años por sus protagonistas». «Son bisturíes del interior humano, que rastrean entre las vísceras para ponerlas sobre la mesa. Porque eso es lo que hace con sus relatos». «Teje una trama ligera pero repleta de sugerencias muy sutiles». «Sobrio, conciso y claro como el hielo, pocos como Askildsen consiguen en muy pocas líneas retratar la llamada "sociedad del bienestar" y golpean de esta forma en la conciencia del lector». «Emparentado con los más grandes: Hemingway y Carver, por el estilo; Kafka, Beckett y Camus, por el sentido». «[En un mundo trivial] Askildsen confiere a sus personajes destinos más propios de la tragedia griega». «[Lo suyo] es una manera elegante en la que consigue que el lector vea lo que sus protagonistas no ven».

2 Con excepción de «Carl Lange, incluido en su libro Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, se presentan todos los cuentos publicados en español por el autor y no se tiene noticia de que haya otra colección de relatos sin traducción. En su forma original, todos bajo el sello Lengua de Trapo, fueron publicados de la siguiente manera: Un vasto y desierto paisaje (2002), Últimas notas de Thomas F. para la humanidad (2003), Los perros de Tesalónica (2006) y Desde ahora te acompañaré a casa (2008).












Cuentos reunidos 
Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo 
Buenos Aires, Editorial Lengua de Trapo, 2010
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