A Deméter de hermosa cabellera, veneranda diosa, comienzo a cantar; a ella y a su hija de anchos tobillos, que fue raptada por Aidoneo —por concesión del tonante largovidente Zeus y a hurto de Deméter, la de áurea hoz y espléndidos frutos— mientras jugaba con las hijas del Océano, las de profunda cintura, y cogía flores en un blando prado, a saber: rosas, azafrán, hermosas violetas, espadillas, jacintos y aquel narciso que la tierra produjo tan admirablemente lozano, por la voluntad de Zeus, con el fin de engañar a la doncella de cutis de rosa y complacer a Hades que a muchos recibe; y al verlo se asombraron así los inmortales dioses como los mortales hombres. Cien capullos brotaron de su raíz y, al esparcirse su olor suavísimo; sonreían todo el alto y anchuroso cielo, la tierra entera y la hinchada y salobre agua del mar. Ella, admirada, tendió los brazos para coger el hermoso juguete; pero entonces se abrió la tierra, de anchos caminos, en la llanura nisia, y surgió el soberano Polidegmón, hijo famoso de Cronos, llevado por sus corceles inmortales. Y arrebatándola contra su voluntad en carro de oro, se la llevó mientras lloraba y gritaba con aguda voz, invocando a su padre Cronida altísimo y poderosísimo. Pero ninguno de los inmortales ni de los mortales hombres escuchó su voz, ni tampoco sus compañeras de espléndidas muñecas: sino que solamente la oyeron la hija de Perseo, la de tiernos pensamientos, desde su cueva, Hécate, la de luciente diadema, y el soberano Sol, hijo de Hiperión, cuando la doncella invocaba a su padre Cronida; pues éste se hallaba, lejos de los dioses, en un templo de muchos suplicantes, donde recibía hermosos sacrificios de los mortales hombres. Contra su voluntad, pues, por el consejo de Zeus, se la llevó su tío paterno con los caballos inmortales, aquel que sobre muchos impera y a muchos recibe, el hijo famoso de Cronos. Mientras la diosa no perdió de vista la tierra, el cielo estrellado, el impetuoso oleaje del ponto abundante en peces y los rayos del sol, aún confiaba que vería a su augusta madre y las familias de los sempiternos dioses; y entre tanto la esperanza acariciaba su gran ánimo, aunque estuviese afligida: su voz divina resonaba en las cumbres de las montañas y en las profundidades del ponto, y la oyó la veneranda madre. Sintió ésta que un agudo dolor le traspasaba el corazón, destrozó con sus manos la cinta que sujetaba su cabellera inmortal, echóse sobre los hombros un cerúleo manto, y salió presurosa, como un ave, a indagar por tierra y por mar; pero ninguno de los dioses ni de los mortales hombres quiso revelarle la verdad, ni ave alguna se le presentó como verídico mensajero. Durante nueve días vagó por la tierra la veneranda Deo, que llevaba teas encendidas en sus manos; y, angustiada, ni una sola vez probó la ambrosía ni la suave bebida del néctar, ni metió su cuerpo en el baño. Mas cuando le apareció por décima vez la resplandeciente Aurora, salió a su encuentro Hécate con una luz en la mano y, para darle noticias, le dirigió la palabra diciendo:
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—¡Veneranda Deméter, que nos traes los frutos a su tiempo y nos haces espléndidos dones! ¿Cuál de los númenes celestiales o de los mortales hombres te robó a Perséfone, contristando tu corazón? Oí sus gritos, pero no vi con mis ojos quién fuese el raptor. Me apresuro a decirte toda la verdad.
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Así habló Hécate. Y la hija de Rea, la de hermosa cabellera, no le contestó con palabras; sino que al punto echó a correr con ella, llevando teas encendidas en sus manos. Y llegándose al Sol, atalaya de dioses y hombres, se detuvieron ambas ante sus corceles y preguntó la divina entre las diosas:
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—¡Oh Sol! Hónrame a mí que soy diosa, si alguna vez he regocijado con palabras u obras tu corazón y tu ánimo; y también a la hija que di a luz, dulce retoño, famosa por su hermosura, cuya voz de angustia he oído a través del éter, cual si fuese violentada, aunque no lo vi con mis ojos. Pero tú, que con tus rayos contemplas desde el divino éter toda la tierra y el ponto, dime sinceramente, si es que en alguna parte viste a mi hija amada, cuál de los dioses o de los mortales hombres se la ha llevado, cogiéndola a viva fuerza, contra su voluntad y durante mi ausencia.
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Así dijo. Y el Hiperiónida le respondió con estas palabras:
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—¡Hija de Rea, la de hermosa cabellera, soberana Deméter! Tú lo sabrás, pues te venero mucho y me apiado de ti al verte acongojada a causa de tu hija de hermosos tobillos: ninguno de los inmortales es culpable sino Zeus, que amontona las nubes, el cual se la dio a Hades, su propio hermano, para que la llamara su floreciente esposa; y Hades, raptándola, se la llevó en su carro a la oscuridad tenebrosa, mientras ella profería recios gritos. Pero, oh diosa, cese tu gran llanto: ninguna precisión tienes de sentir sin motivo esa cólera insaciable, pues no es un yerno indigno de ti, ante los inmortales, tu propio hermano Aidoneo que sobre muchos impera y es de tu mismo linaje; a quien le cupo en suerte, cuando en un principio se efectuó la división en tres partes, ser señor de aquellos entre los cuales mora.
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Habiendo hablado así, gritó a los caballos; y éstos, con la increpación, arrastraron rápidamente el veloz carro con las alas extendidas a manera de aves; mientras a ella un pesar más terrible y más cruel le llegaba al alma. Irritada contra el Cronida, el de las sombrías nubes, desamparó el ágora de los dioses y el vasto Olimpo y se fue hacia las ciudades y los pingües cultivos de los hombres, afeando su figura durante mucho tiempo: ninguno de los hombres ni de las mujeres de profunda cintura la reconoció al contemplarla, hasta que llegó a la morada del belicoso Celeo, que entonces era rey de la perfumada Eleusis. Afligida en su corazón, sentóse cerca del camino, en el pozo Partenio, adonde iban por agua los ciudadanos, a la sombra, pues en su parte alta había brotado un frondoso olivo: semejaba una vieja nacida antaño que ya no es apta para dar a luz ni para gozar de los presentes de Afrodita, amante de las coronas, cuales son las mujeres que se dedican a criar los hijos de los reyes que administran justicia o tienen el cargo de despenseras de los palacios sonoros. Viéronla las hijas de Celeo Eleusínida que venían por agua, fácil de sacar, para llevarla en vasijas de bronce al palacio de su padre; eran cuatro, tales como dioses, en la flor de la juventud: Calídice, Clisídice, Demo la amable y Calítoe, la mayor de todas; y no la conocieron pues los dioses difícilmente se dejan ver de los mortales. Y acercándose a ella, le dijeron estas aladas palabras:
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— ¿Quién y de dónde eres, anciana que naciste con los hombres de antaño? ¿Por qué permaneces lejos de la ciudad y no te acercas a sus casas? Allí, en los umbríos palacios, hay mujeres tan viejas como tú y otras más jóvenes que te acogerán con palabras y acciones benévolas.
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Así dijeron. Y la veneranda entre las diosas les respondió con estas palabras:
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— ¡Hijas amadas, cualesquiera que seáis de las débiles mujeres, salud! Yo os hablaré, que no es inconveniente revelaros la verdad a vosotras que venís a hablarme. Mi nombre es Doso, que tal fue el que me impuso mi venerada madre. Ahora he venido de Creta, sin que yo lo deseara, por el ancho dorso del mar; pues unos piratas se me llevaron fatal y violentamente, contra mi voluntad. Éstos, yendo en su nave veloz, aportaron a Tórico, donde las mujeres saltaron juntas a tierra, mientras ellos disponían la cena junto a las amarras del buque; pero mi ánimo no apetecía la agradable cena, y lanzándome secretamente por la oscura tierra, huí de mis soberbios señores para que no me vendieran —¡a mí, que nada les había costado!— y se lucraran con el precio. De esta manera, errante, vine aquí; y no sé qué tierra es ésta, ni quiénes la habitan. A vosotras, todos los que poseen olímpicas mansiones os concedan alcanzar juveniles maridos y tener hijos cuales los desean los padres; pero, apiadaos de mí, doncellas, sedme benévolas, hijas amadas, hasta que entre en la casa de unos esposos para trabajar gustosamente por ellos, haciéndoles cuantas faenas son propias de una mujer anciana: podría llevar en brazos y criar con esmero un niño recién nacido, guardar la casa, aparejar el lecho de los señores en lo más recóndito de la sólida habitación, y enseñar labores a las mujeres.
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Así habló la deidad. Y al momento le respondió Calídice, doncella libre aún y la más hermosa de las hijas de Celeo:
147
— ¡Ama! Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los humanos, aunque estemos afligidos; pues aquellos nos aventajan mucho en poder. Pero voy a informarte claramente de esas cosas y a nombrarte los varones en quienes reside aquí la honra del supremo mando; los cuales sobresalen en el pueblo y defienden las almenas de la ciudad con sus consejos y rectos fallos. Las esposas de todos éstos —del prudente Triptólemo, de Dioclo, de Polixeno, del irreprensible Eumolpo, de Dólico, y de nuestro esforzado padre— llevan el gobierno de sus moradas; y ninguna, en cuanto te vea, te alejará de su casa, menospreciando tu aspecto; sino que todas te admitirán, pues eres semejante a una diosa. Y, si quieres, aguarda, mientras nos llegamos a la morada de nuestro padre y referimos detalladamente todas estas cosas a nuestra madre Metanira, la de profunda cintura, por si acaso te manda que vayas a nuestra casa y no busques las de los demás. Pues le ha nacido en la vejez el último hijo muy deseado y recibido con júbilo, el cual se le cría en el palacio bien construido. Si lo criaras tú, y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las débiles mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.
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Así dijo, y ella asintió con la cabeza. Las doncellas llenaron de agua las resplandecientes vasijas y se las llevaron ufanamente. Presto llegaron a la espaciosa morada de su padre y al momento contaron a su madre lo que habían visto y oído, y ésta les mandó que fueran enseguida a llamarla, ofreciéndole un inmenso salario. Como las ciervas o las becerras retozan por el prado en la estación primaveral, después de saciarse de forraje; así las doncellas, cogiéndose los pliegues de sus lindos velos, se lanzaron por el cóncavo camino de carros, y alrededor de sus hombros flotaban las cabelleras que parecían flores de azafrán. Hallaron a la gloriosa deidad cerca del camino, donde antes la dejaran; y acto continuo la condujeron a la grata mansión de su padre: ella seguía detrás, acongojada en su corazón y cubierta desde la cabeza; y el cerúleo peplo ondulaba en torno de los ágiles pies de la diosa. Pronto llegaron a la morada de Celeo, alumno de Zeus, y penetraron en el pórtico donde la veneranda madre estaba sentada, cerca de la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con el niño, su nuevo retoño, en el regazo. Las doncellas corrieron hacia su madre y la diosa transpuso con sus pies el umbral, rozó con su cabeza la viga del techo y llenó las puertas de un resplandor divino. El respeto, la admiración y el pálido temor se apoderaron de Metanira, que le cedió el asiento y la invitó a sentarse. Pero Deméter, que nos trae los frutos a su tiempo y nos hace espléndidos dones, no quiso sentarse en el vistoso sillón, sino que permaneció callada y con los bellos ojos hincados en tierra, hasta que Yambe, la de castos pensamientos, puso para ella una fuerte silla que cubrió con blanca pelleja. Habiéndose sentado allí, con sus manos se echó el velo: largo tiempo estuvo sentada en la silla, sin voz, afligida, sin dirigirse a nadie ni con palabras ni con acciones; y así, sin reírse y en ayunas de comida y de bebida, continuó sentada consumiéndose por la soledad de su hija de profunda cintura, hasta que Yambe, la de castos pensamientos, bromeando mucho, movió con sus chistes a la casta señora a sonreír, a reír y a tener alegre ánimo; por lo cual, en adelante, le fue siempre grata por sus modales. Entonces Metanira le presentó la copa que había llenado de dulce vino; pero ella la rehusó —alegando que no le era lícito tomar el rojo vino— y mandó que le diera para beber harina y agua mezcladas con poleo tierno. Aquélla preparó la mixtura y se la ofreció a la diosa, como ésta lo ordenara; y la muy venerable Deo, habiéndola aceptado de conformidad con el rito
...
y entre ellas Metanira, de profunda cintura, comenzó a decir:
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—Salve, mujer, pues no creo que tus padres sean viles, sino nobles: el pudor y la gracia brillan en tus ojos como si descendieras de reyes que administran justicia. Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los humanos, pues su yugo está sobre nuestro cuello. Ahora, puesto que has venido acá, tendrás cuanto tengo yo misma. Críame este niño que los inmortales me han dado tardía e inesperadamente, después de reiteradas súplicas. Si tú lo criaras y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las débiles mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.
224
Respondióle a su vez Deméter, la de bella corona:
225
—Salve también tú y mucho, oh mujer, y que los dioses te colmen de bienes. Gustosa recibiré tu hijo, como me lo mandas, y lo criaré; y espero que nunca lo dañará ningún sortilegio ni el hipotamno, por imprudencias del ama, pues conozco un antídoto mucho mejor que el hilótomo y sé un remedio excelente contra el funestísimo sortilegio.
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Habiendo hablado así, cogió con sus manos inmortales al niño y se lo puso en el fragante seno; y la madre se alegró en su corazón. Así ella criaba en el palacio al hijo ilustre del prudente Celeo, Demofoonte, a quien había dado a luz Metanira, la de bella cintura; y el niño crecía, semejante a un dios, sin comer pan ni mamar la leche de su madre. Deméter lo frotaba con ambrosía, cual si fuese hijo de una deidad, soplándolo suavemente y llevándolo en el seno; y por la noche lo ocultaba en el ardor del fuego, como un tizón, a escondidas de sus padres, para los cuales era gran maravilla que creciera tan floreciente y con un aspecto tan parecido al de las deidades. Y así le hubiera librado de la vejez y de la muerte; pero, espiándola durante la noche, lo vio desde la cámara nupcial Metanira, la de hermosa cintura; la cual sollozó, se golpeó ambos muslos, temiendo por su hijo, y cometió una gran falta en su corazón, pues, lamentándose, dijo estas aladas palabras:
248
—¡Hijo Demofoonte! La forastera te esconde en un gran fuego, y me causa llanto y funestos pesares.
250
Así dijo gimiendo; y la oyó la divina entre las diosas. Irritada contra ella, Deméter, la de bella corona, sacó del fuego al niño amado, al que inesperadamente había dado a luz Metanira en el palacio, y con sus manos inmortales lo apartó de sí, dejándolo en el suelo. Y terriblemente enojada en su ánimo, dijo al mismo tiempo a Metanira, la de hermosa cintura:
256
—¡Hombres ignorantes y sin juicio para prever el bien o el mal que el hado nos ha de traer! También tú, con tus imprudencias, has cometido una falta grandísima. Sépalo, pues, el agua implacable de la Estix, juramento de los dioses: hubiera librado de la muerte y de la vejez por todos los días a tu hijo amado, otorgándole imperecedero honor; y ahora ya no le será posible evitar la muerte y las Parcas. Mas el imperecedero honor le acompañará siempre, porque subió a mis rodillas y durmió en mis brazos. Cuando, transcurriendo los años, llegue a la edad madura, los hijos de los eleusinios trabarán mutuos combates y terribles luchas todos los días. Yo soy la venerada Deméter, que representa la mayor utilidad y alegría así para los inmortales como para los mortales. Mas, ea, lábreme todo el pueblo un gran templo con su altar al pie de la ciudad y de su alto muro, sobre el Calícoro, en la prominente colina; y yo, en persona, os enseñaré los misterios para que luego aplaquéis mi mente con santos sacrificios.
275
Habiendo hablado así, la diosa mudó de estatura y forma, arrojó la vejez y espiró belleza por todas partes: sus perfumados peplos esparcieron agradable olor, brilló hasta lejos la claridad que despedía el cuerpo inmortal de la diosa, flotaron sobre sus hombros los rubios cabellos, y la sólida casa se llenó de un resplandor parecido al relámpago. Entonces salió de la sala, y al punto desfallecieron las rodillas de Metanira, que estuvo largo tiempo sin voz y sin acordarse en absoluto del hijo que le había nacido en la vejez, para levantarlo del suelo. Pero la voz lastimera del niño fue oída por sus hermanas, que saltaron de los lechos de hermosas colchas: una de ellas levantó al infante con sus manos y se lo puso en el seno, otra encendió fuego, y otra acudió ligera moviendo las tiernas plantas para que su madre se alzara del flagrante tálamo. Reunidas alrededor del niño, que estaba palpitando, lo lavaron y acariciaron; pero no se le aquietó el ánimo, porque lo tenían unas amas y nodrizas muy inferiores.
292
Éstas, temblando de miedo, apaciguaron durante toda la noche la gloriosa deidad; y, al descubrirse la Aurora, refirieron verazmente al poderoso Celeo lo que había mandado la diosa Deméter, la de bella corona. Celeo, habiendo convocado al numeroso pueblo para que se reuniera en el ágora, ordenó que se erigiera un rico templo y un altar a Deméter, la de hermosa cabellera, en la prominente colina. Muy pronto le obedecieron, escucháronle atentos mientras les hablaba y, tal como se lo mandó, labraron un templo que fue creciendo por la voluntad de la diosa.
Después que lo acabaron y cesaron de trabajar, se fueron para volver a sus respectivas casas; y la blonda Deméter se estableció en él y allí se quedó, lejos de los bienaventurados todos, carcomiéndose de la soledad que sentía por su hija, la de profunda cintura. E hizo que sobre la fértil tierra fuese aquel año muy terrible y cruel para los hombres; y el suelo no produjo ninguna semilla, pues las escondía Deméter, la de bella corona. En vano arrastraron los bueyes muchos corvos arados por los campos e inútilmente cayó en abundancia la blanquecina cebada sobre la tierra. Y hubiera perecido por completo el linaje de los hombres dotados de palabra a causa del hambre feroz, privándose a los que poseen olímpicas moradas del honor de las ofrendas y de los sacrificios, si Zeus no lo hubiese notado y considerado en su ánimo. Primeramente incitó a Iris, la de áureas alas, a que llamara a Deméter, la de hermosa cabellera y aspecto amabilísimo. Así se lo recomendó; y ella, obedeciendo a Zeus Cronión, el de las negras nubes, recorrió velozmente con sus pies el espacio intermedio. Llegó a la perfumada ciudad de Eleusis, halló en el templo a Deméter, la del cerúleo peplo, y hablándole le dijo estas aladas palabras:
321
—¡Deméter! Te llama el padre Zeus, conocedor de lo eterno, para que vayas a do están las familias de los sempiternos dioses. Ve, pues, y no sea ineficaz mi palabra que procede de Zeus.
324
Así dijo, rogando; pero el ánimo de aquélla no se dejó persuadir. Seguidamente Zeus le fue enviando todos los sempiternos bienaventurados dioses, y éstos se le presentaban unos en pos de otros, y la llamaban y le ofrecían muchos y hermosísimos dones y las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses; pero ninguno pudo persuadir la mente y el pensamiento de la que estaba irritada en su corazón y rechazaba obstinadamente las razones. Porque afirmaba que no subiría al perfumado Olimpo ni permitiría que saliesen frutos de la tierra hasta que con sus ojos viera a su hija, la de lindos ojos.
334
Cuando esto supo el tonante largovidente Zeus, envió al Érebo al Argifontes, el de la áurea varita, para que, exhortando a Hades con suaves palabras, sacara a la casta Persefonea de la oscuridad tenebrosa y la llevara a la luz, a los dioses, con el fin de que la madre la viera con sus ojos y depusiera la cólera. Hermes no desobedeció; sino que, dejando su morada del Olimpo, se echó veloz a las profundidades de la tierra. Y halló a aquel rey, que estaba dentro de su casa, sentado en un lecho con su veneranda esposa; y a ésta, muy contrariada por la soledad de su madre, que a lo lejos revolvía en su mente algo contrario a los intereses de los bienaventurados dioses. Y, en llegando a su presencia, dijo el poderoso Argifontes:
347
—¡Hades de cerúlea cabellera, que reinas sobre los muertos! Padre Zeus me manda sacar del Erebo la gloriosa Persefonea y llevársela a ellos; a fin de que la madre, viéndola con sus ojos, deponga la ira y la terrible cólera contra los inmortales. Porque ella maquina este grave propósito: destruir la débil raza de los terrígenas hombres, escondiendo la semilla dentro de la tierra y acabando así con los honores de los inmortales. Y, encendida en terrible cólera, no se junta con los dioses; sino que se sienta aparte, dentro de un perfumado templo, imperando sobre la escarpada ciudad de Eleusis.
357
Así dijo. Sonrióse, moviendo las cejas, el rey de los infiernos, Aidoneo, y no desobedeció el mandato del soberano Zeus; pues enseguida dio esta orden a la prudente Persefonea:
359
—Ve, Perséfone, con ánimo y corazón apacibles, a encontrar a tu madre de cerúleo peplo; y no te acongojes en demasía, ni mucho más de lo que se acongojaría otro cualquiera. Hermano como soy de tu padre Zeus, no seré un esposo indigno de ti, entre los inmortales; y tú, quedándote aquí, serás dueña de cuanto vive y se mueve, y disfrutarás de las mayores honras entre los dioses. Y habrá siempre, todos los días, una pena señalada para los delincuentes que no aplacaren tu ánimo con sacrificios, ofrendándotelos santamente y ofreciéndote los debidos presentes.
370
Así dijo. Alegróse la prudente Persefonea y enseguida saltó de júbilo; mas él, atrayéndola a sí, le dio a comer misteriosamente un dulce grano de granada, para que no se quedase siempre allá, al lado de la veneranda Deméter, de cerúleo peplo. Acto continuo Aidoneo, que sobre muchos impera, enganchó los inmortales corceles a la parte delantera y baja del áureo carro; subió aquélla; y el poderoso Argifontes, puesto a su lado, tomó en sus manos las riendas y el látigo y aguijó a los caballos hacia el exterior de la casa; y ellos volaron gozosos. Con gran rapidez acabaron el largo camino; y ni el mar, ni el agua de los ríos, ni los valles herbosos, ni las cumbres contuvieron el ímpetu de los corceles inmortales; sino que éstos, pasando por cima, cortaban el denso aire mientras andaban. Hermes, que guiaba el carro, lo paró delante del perfumado templo donde residía Deméter, la de bella corona, y ésta, al advertirlo, salió corriendo como una ménade que baja por una montaña cubierta de bosque. Perséfone, a su vez, en cuanto vio los bellos ojos de su madre, dejando el carro y los caballos, saltó, se puso a correr y echándose a su cuello la abrazó. Mas a Deméter, cuando aún tenía entre sus brazos la hija amada, el corazón le presagió algún engaño y la hizo temblar horriblemente. Y dejando de acariciar a su hija, la interrogó con estas palabras:
393
—¡Oh hija! ¿Por ventura es cierto que, estando abajo, no probaste ningún manjar? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambas lo sepamos. Si así fuere, habiendo subido de junto al odioso Hades, morarás desde ahora conmigo y con el padre Cronión, el de las oscuras nubes, honrada por todos los inmortales. Pero si no, volarás de nuevo a las profundidades de la tierra y habitarás allí la tercera parte de las estaciones del año, y las otras dos conmigo y con los demás inmortales. Cuando la tierra lozanee con toda suerte de olorosas flores primaverales, ascenderás nuevamente de la oscuridad tenebrosa, como un prodigio para los dioses y los mortales hombres. Mas, ¿con qué fraude te engañó el poderoso Polidegmón?
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Respondióle a su vez la hermosísima Perséfone:
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—Pues yo te diré, oh madre, toda la verdad. Cuando se me presentó el benéfico Hermes, nuncio veloz, de parte del padre Cronión y de los demás dioses celestiales, para sacarme del Erebo, a fin de que, viéndome con tus ojos, pusieras término a tu ira y a tu terrible cólera, enseguida salté de júbilo; mas él me hizo tragar misteriosamente un grano de granada, dulce alimento, y contra mi voluntad y a la fuerza me obligó a gustarlo. Diré ahora cómo, habiéndome raptado por oculto designio del Cronida, mi padre, fue a llevarme a las profundidades de la tierra; y te lo referiré todo, conforme lo pides. Todas nosotras —Leucipe, Feno, Electra, Yante, Melita, Yaque, Rodía, Calirroe, Melóbosis, Tique, Ocírroe de cutis de rosa, Criseida, Yanira, Acaste, Admeta, Ródope, Pluto, la deseable Calipso, Estix, Urania, Galaxaura amable, Palas, que aviva el combate, y Ártemis, que se complace en las flechas— jugábamos en el ameno prado y cogíamos con nuestras manos agradables flores, mezclando el tierno azafrán, las espadillas y el jacinto, y los capullos de rosa y los lirios —¡encanto de la vista!— y aquel narciso que produjo la vasta tierra cual si fuese azafrán. Y mientras yo las cogía con alborozo, abrióse la tierra y de ella salió el poderoso rey Polidegmón; y se me llevó a mí, muy contrariada, adentro de la tierra en su carro de oro; y yo gritaba con recia voz. Todas estas cosas que te cuento, aunque estoy angustiada, son verdaderas.
434
Así entonces, dotadas una y otra de iguales sentimientos, alegraban durante todo el día su corazón y su ánimo, abrazándose con ternura; y su espíritu descansaba de los pesares. Ambas, pues, se causaban y recibían mutuos gozos. Acercóseles Hécate, la de luciente diadema, y abrazó muchas veces a la hija de la casta Deméter, cuya servidora y compañera fue de allí en adelante dicha reina. Mas el tonante largovidente Zeus envióles como mensajera a Rea, a de hermosa diadema, para que las hiciera volver a las familias de las deidades; prometió dar a Deméter las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses; y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, su hija pasara un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos con su madre y los demás inmortales.
448
Así dijo; y la diosa no desobedeció el mandato de Zeus. Lanzóse veloz desde las cimas del Olimpo y llegó a Rario, que anteriormente había sido ubre fecunda de la tierra; que entonces no era fértil, pues se hallaba inactiva y sin hojas, y escondía la blanquecina cebada por decisión de Deméter, la de hermosos tobillos; y que luego, entrada ya la primavera, había de cubrirse rápidamente de largas espigas, y los pingües surcos del suelo cargarse de mieses, y éstas ser atadas en manojos. Allí fue donde primero descendió Rea desde el éter estéril. Viéronse las diosas y se regocijaron en su corazón. Y Rea, la de luciente diadema, dijo así a Deméter:
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—¡Ven acá, hija! Te llama el tonante largovidente Zeus para que vayas a las familias de las deidades; prometió darte las honras que quisieras entre los inmortales dioses; y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, tu hija pase un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos contigo y con los demás inmortales. Así dijo que se cumpliría y lo ratificó con un movimiento de su cabeza. Mas ve, hija mía, y obedece. No te irrites demasiada e incesantemente contra el Cronión, el de las sombrías nubes, y haz que crezcan rápidamente los frutos de que viven los hombres.
470
Así dijo; y no desobedeció Deméter, la de bella corona, que enseguida hizo salir fruto de los fértiles campos. Toda la ancha tierra se cargó de hojas y flores; y la diosa fue a mostrar a los reyes que administran justicia —a Triptólemo, a Diocles, domador de caballos; al fuerte Eumolpo y a Celeo, caudillo de pueblos— el ministerio de las cosas sagradas; y a todos —a Triptólemo, a Polixeno y además a Diocles— les explicó los venerandos misterios, que no es lícito descuidar, ni escudriñar, ni revelar, pues el gran respeto a los dioses corta la voz. Dichoso, entre los hombres terrestres, el que los ha contemplado; pues el no iniciado en estos misterios, el que de ellos no participa, no alcanza jamás una suerte como la de aquél, ni aun, después de muerto, en la oscuridad tenebrosa.
483
Mas después que la divina entre las deidades dio a conocer todas estas cosas, partieron ambas para dirigirse al Olimpo, a la junta de los demás dioses. Allí moran, augustas y venerables, junto a Zeus que se complace en el rayo. Muy dichoso es, entre los hombres terrestres, aquel a quien ellas aman benévolamente; pues enseguida le envían a su gran casa, como protector del hogar, a Pluto, que procura la riqueza a los mortales hombres.
490
Mas, ea, tú que posees el pueblo de la perfumada Eleusis, y Paros, cercada por las olas, y Antrón rocosa; oh venerable, que nos haces espléndidos dones y nos traes los frutos a su tiempo, soberana Deo; tú y tu hija, la muy hermosa Persefonea: dadme, benévolas, una vida agradable como recompensa de este canto. Y yo me acordaré de ti y de otro canto.
Traducción de Josep Banqué i Feliú
Los llamados Himnos Homéricos son una colección de treinta y cuatro poemas agrupados por ser himnos a las divinidades clásicas, de los que algunos se atribuyeron sin demasiado fundamento a Homero en época antigua. Por su forma hexamétrica y su lenguaje pertenecen a la épica, y aun alguno aparece atribuido a un Homérida de la isla de Quíos; algunos son poemas largos, de más de quinientos versos, de la época arcaica (siglos VII y VI a.C.) y otros son muy posteriores.
Se han atribuido a Homero siguiendo las ediciones de Losada y Gredos
Imagen: Cabeza de Homero por © Barney Burstein Collection-Corbis
Imagen: Cabeza de Homero por © Barney Burstein Collection-Corbis
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