En su obra Terminal Essay [Ensayo final], en la que defiende el islamismo contra las críticas occidentales, Richard Burton1 sostiene que «la posición legal de las mujeres en el islamismo es extraordinariamente elevada» y que la «esposa musulmana tiene claras ventajas sobre la cristiana». Y, lo que es más, afirma que el islamismo tiene una visión positiva del sexo: «Los musulmanes estudian el misterioso arte de satisfacer físicamente a una mujer.» Basa su afirmación en la prolífera literatura pornográfica existente, con títulos como Libro de la copulación carnal e Iniciación a los métodos de coito y sus instrumentos. Burton debería haberse dado cuenta de que éstas son obras escritas por hombres y, a su vez, destinadas a un público masculino. Pero parece ser que este pequeño detalle se le pasó por alto. Uno de los libros citados por Burton, Libro de presentación del arte del coito, comienza diciendo: «Alhamdolilillah Laúd di señor que adornó con pechos el torso virgen y convirtió los muslos de las mujeres en asideros para los hombres.» En otras palabras, Dios creó a las mujeres para el placer de los hombres (o, dicho en lenguaje moderno, como objetos sexuales).
De hecho, una obra mucho más conocida, El jardín perfumado, del jeque Nefzawi,2 un tratado del siglo xvi que el mismo Burton se encargó de traducir del francés, revela la actitud del islamismo hacia las mujeres y su sexualidad. No se niega la sexualidad femenina, pero se la ve como una fuente de peligro. «¿Sabíais que la religión de las mujeres se encuentra en su vagina? —pregunta el jeque—. Son insaciables en cuanto a su vagina respecta y, mientras satisfagan su lujuria, no les importa si se trata de un bufón, un negro, un sirviente o incluso un hombre despreciable. Es Satán quien hace manar flujo de su vagina.» Luego el jeque cita con aprobación a Abu Nuwas:
Las mujeres son demonios y como tales nacieron;
bien es sabido que en ellas no se puede confiar.
Si aman a un hombre es sólo por capricho
y aquel con quien más crueles se muestran es quien más las ama.
Traicioneras y falsas como son, os aseguro
que el hombre que las ama sinceramente es un hombre perdido.
Quien no me crea podrá probar mis palabras
dejándose atrapar durante años por el amor de una mujer.
Si, llevado por su generosidad, le ha dado todo de sí
y todo le ha ofrecido por años y años,
ella luego dirá: «¡Lo juro por Dios! ¡Mis ojos
nunca vieron nada que él me diera!»
Después de haberse empobrecido por ella,
día a día exigirá para siempre: «Dame.»
«Dame, hombre, levántate y compra y tráeme.»
Si no pueden sacar provecho de ti se volverán en tu contra,
contarán mentiras sobre ti y te calumniarán.
No tienen empacho en recurrirá un esclavo en ausencia de su dueño,
si alguna vez se despierta su pasión, y juegan sucio.
Os aseguro que, cuando su vulva está en celo,
sólo piensan en conseguir algún miembro en erección.
¡Dios nos ampare de las artimañas de las mujeres!
Y particularmente de las viejas. Que así sea.
He aquí un completo inventario de los defectos de una mujer a los ojos de los hombres musulmanes: engaño, malicia, ingratitud, avaricia, insaciable lujuria; en resumen, una puerta al infierno. Tras hacer en su Terminal Essay esta apología de la posición de las mujeres en la cultura islámica, un año más tarde, en su introducción a la traducción de El jardín perfumado, Burton reconoce en cambio el desprecio que los musulmanes muestran hacia la mujer.
También Bullough, Bousquet y Bouhdiba consideran que el islamismo tiene una visión positiva del sexo, a diferencia del cristianismo, que, tal como afirmó Nietzsche, «hizo de la sexualidad algo impuro». Pero, en la conclusión de su estudio, Bullough se vio obligado a matizar sus
comentarios admitiendo que el islamismo «al mismo tiempo relega a las mujeres a la posición de seres inferiores». Pese a todo, continúa calificando de «exagerada» la afirmación de Lane-Poole de que «la peor mácula del islamismo es la degradación de las mujeres».
Bousquet compara igualmente el islamismo con el cristianismo: «El islamismo es clara y abiertamente favorable a los placeres de la carne por sí mismos. El cristianismo es, sin duda, hostil a ellos.» Aunque a su vez tiene que reconocer «la posición inmensamente inferior que la ley islámica le impone a la mujer, en particular en el terreno sexual».3
Tan sólo Bouhdiba, mientras se regocija de la superioridad del islamismo en los asuntos sexuales, parece incapaz de encontrar prueba alguna de misoginia, al menos en el Corán, y se deja llevar alegremente por sus fantasías sexuales islámicas del «orgasmo eterno» y la «erección perpetua».
Pensar que el islamismo tiene una visión positiva del sexo es insultar a todas las mujeres musulmanas, porque el sexo se considera desde el punto de vista del hombre; la sexualidad de la mujer, como veremos, o bien se niega o bien —como en El jardín perfumado— se considera algo perjudicial, algo que hay que temer o reprimir, una obra del demonio. Pero, de todos modos, tal como Slimane Zeghidour señala, la sexualidad ocupa un lugar tan fundamental en la doctrina islámica como en la teoría psicoanalítica. Espero ser capaz de mostrar que, en su obsesión por la limpieza, el islamismo revela una repugnancia patológica hacia el acto sexual y hacia las partes pudendas, así como su habitual desdén por las mujeres.
De acuerdo con el Diccionario de islamismo,4 «pese a ser muy insatisfactoria la condición de las mujeres en la ley musulmana, se ha de reconocer que Mahoma llevó a cabo una enorme y notable mejora de la condición de la población femenina de Arabia», idea compartida por Bousquet. Las reformas efectuadas a favor de las mujeres hacen que, en ese contexto histórico particular, Mahoma parezca un «paladín del feminismo». Dos reformas citadas a menudo son la prohibición de enterrar vivas a las niñas no deseadas, y la instauración de los derechos de herencia de las mujeres («mientras que en Inglaterra los derechos de propiedad de una mujer casada no se reglamentaron hasta 1882, después de muchos siglos de inaceptables abusos», apostilló Burton).
Pero, tal como Ahmed al-Alí comenta en Organisations Sociales chez les Bédouins [Organización social de los beduinos], la práctica de enterrar niñas indeseadas tuvo, al parecer, un origen religioso y era extremadamente rara. Lo que ocurre es que los escritores musulmanes han exagerado su frecuencia para realzar la supuesta superioridad del islamismo. En cuanto a la herencia, a una mujer le corresponde la mitad de lo que le corresponde a un hombre y —como veremos más adelante, mal que le pese a Burton— de ningún modo tiene completo poder para disponer de su propiedad. Tanto en éste como en muchos otros temas, Mahoma no se apartó demasiado de la concepción de su época; las ideas que tenía sobre las mujeres eran como las de sus coetáneos: las mujeres eran juguetes encantadores y veleidosos, responsables de llevar al hombre por mal camino.
De acuerdo con Schacht, la situación de las mujeres empeoró en muchos aspectos cuando se implantó el régimen islámico: «El Corán había alentado la poligamia en una situación particular, y esto, que empezó como una excepción, se convirtió en uno de los rasgos esenciales de la ley islámica sobre el matrimonio. Ello condujo al deterioro definitivo de la posición de las mujeres casadas en la sociedad, comparada con la condición que habían tenido en la Arabia preislámica, a lo cual se sumó el hecho de que muchas relaciones sexuales perfectamente respetables en aquélla fueron declaradas ilegales por el islamismo.»5
Las mujeres beduinas trabajaban codo con codo con sus maridos, por lo que disfrutaban de una considerable libertad personal e independencia. No llevaban una vida sedentaria ni permanecían enclaustradas ni portaban velo, sino que estaban en actividad y sus contribuciones a la comunidad eran muy apreciadas y respetadas. Difícilmente podía, pues, practicarse la segregación. Por otra parte, si el marido las maltrataba, muchas simplemente huían a una tribu vecina. A pesar del islamismo —y no, por cierto, gracias a él— aún en el siglo xix «entre los beduinos, una dama de buena familia lideraba los ejércitos, la cual, montada en un camello a la vanguardia de los soldados, avergonzaba a los tímidos y estimulaba a los valientes con recitados satíricos o encomiásticos».6
Según la versión de al-Tabari, historiador árabe del siglo x, Hind bint Otba, esposa del cabeza de familia de una de las familias aristocráticas de
la Meca, Abu Sufyan, es la vivida imagen de la independencia de las mujeres aristócratas antes del islamismo. Las mujeres participaron en las negociaciones con el nuevo jefe militar de la ciudad —es decir, el mismísimo Mahoma—, le juraron lealtad tanto como los hombres, y, en ocasiones, fueron francamente hostiles a la nueva religión. Cuando Mahoma llegó a la Meca en 630 d. J.C. con diez mil hombres, un Abu Sufyan bastante intimidado condujo fuera de la ciudad una delegación para someterse formalmente y jurar lealtad. Las mujeres, lideradas por Hind, hicieron lo propio pero de muy mala gana. Hind reprochó a Mahoma por imponer a las mujeres obligaciones que no había impuesto a los hombres. Cuando el profeta les prohibió matar a sus hijos, Hind replicó que resultaba una prohibición curiosa viniendo de un jefe militar que había derramado tanta sangre en la batalla de Badr, en que se mató a setenta hombres y, más tarde, se ejecutó a muchos prisioneros por orden de Mahoma.
Cuando los modernos intelectuales reformistas musulmanes —tanto hombres como mujeres— han tenido que afrontar la evidente desventaja de la posición de las mujeres (una situación que ha permanecido inalterada durante siglos), han tendido a inventar una edad de oro mitológica en el nacimiento del islamismo, cuando supuestamente las mujeres disfrutaban de una igualdad de derechos. Por ejemplo, incluso Nawal el Saada-wi,7 la feminista egipcia que más positivamente ha hablado sobre el derecho de las mujeres musulmanas a manifestar su sexualidad, hace referencia a la «regresión de la mujer árabe en la filosofía y cultura islámicas en contraste con la situación imperante en los tiempos de Mahoma o en el espíritu [o esencia] del islamismo». De modo similar, el argelino Rachid Mimouni 8 dice: «Es evidente que no es la religión de Alá [la que tiene la culpa] sino su interpretación. [...] El fundamentalismo es una impostura. Desacredita el mensaje de Mahoma.» La idea predominante es que no es al islamismo al que hay que culpar por la degradación de las mujeres. Pero lo cierto es que hablar de la «esencia del islamismo» significa perpetuar la maligna influencia de la autoridad religiosa y perpetuar un mito. Estos mismos pensadores musulmanes, al enfrentarse con las pruebas textuales de la misoginia inherente al islamismo, se muestran confundidos y angustiados. Dado que se niegan a ver la realidad tal como es, se ven obligados a interpretar estos textos sagrados, a disculparlos, a minimizar la hostilidad que manifiestan hacia las mujeres: en pocas palabras, a exculpar al islamismo. Otros intentan argumentar que, si estas tradiciones perduraron, fue por obra de musulmanes de dudosa condición que actuaron llevados por motivos dignos de sospecha.
Sin embargo, luchar con los ortodoxos, los fanáticos y los mullah en la interpretación de estos textos es combatir con sus propias armas. Por cada texto que uno esgrima, ellos aducirán una docena de otros que lo contradirán. Los reformistas no pueden ganar en su terreno: por muchos malabarismos mentales que realicen, les resulta imposible sustraerse al hecho de que el islamismo es intensamente antifeminista. En palabras de Ascha: «El islamismo es la causa fundamental de la represión de las mujeres musulmanas y el mayor obstáculo para la mejora de su condición.»9 El islamismo ha considerado siempre a las mujeres criaturas inferiores en todos los aspectos, tanto físicamente como intelectual y moralmente. Esta visión negativa está sancionada por Dios en el Corán, corroborada por las hadith y perpetuada por los comentarios de los teólogos, custodios del dogma musulmán y de la ignorancia.
Sería mucho más conveniente que estos intelectuales abandonaran los argumentos religiosos, rechazaran esos textos sagrados y recurrieran sólo a la razón. En lugar de combatir en su terreno, deberían tener en cuenta los derechos humanos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (adoptada en París el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas y ratificada por muchos países musulmanes) en ningún momento recurre a argumentos religiosos. Los derechos que sostiene se basan en los derechos naturales que posee todo ser huma-no adulto con capacidad de elección. La razón humana es el arbitro supremo de los derechos humanos, en los que, desde luego, se incluyen los de la mujer.
Por desgracia, en la práctica, en los países musulmanes es imposible mantenerse al margen de la estrecha y fanática visión que los teólogos tienen del mundo. No se puede hacer caso omiso de los ulama, es decir, de los doctores de la ley musulmana, que con sus fatwa o decisiones en cuestiones de orden público o privado regulan la vida de la comunidad musulmana. Todavía gozan de un considerable poder para aprobar o prohibir ciertas acciones. ¿A qué se debe la persistente influencia de los mullah?
Para todos los musulmanes, y no sólo para los «fundamentalistas», el Corán es la palabra del propio Dios. Es válido en todo tiempo y lugar; sus ideas son absolutamente ciertas y están más allá de toda crítica. Cuestionarlo es dudar de la mismísima palabra de Dios y, por consiguiente, convertirse en blasfemo. El deber de un musulmán es creer en él y obedecer las órdenes divinas.
Muchos otros factores contribuyen a la continua influencia de los ulama. Una religión que exige total obediencia sin objeciones difícilmente formará personas capaces de tener un pensamiento crítico, libre e independiente. Tal situación favorece el desarrollo de un poderoso «clero» y constituye la causa de muchos siglos de estancamiento intelectual, cultural y económico. El analfabetismo sigue siendo elevado en los países musulmanes. Dado que nunca existió separación alguna entre Estado y religión, cualquier crítica a uno de ellos se consideraba siempre una crítica al otro. Por desgracia, al conquistar muchos países musulmanes su independencia después de la segunda guerra mundial, inevitablemente se relacionó el islamismo con el nacionalismo, lo cual significó que toda crítica al islamismo se considerara una traición al recién independizado país: un acto antipatriótico, un apoyo al colonialismo y el imperialismo. Ningún país musulmán ha desarrollado una democracia estable, y los musulmanes pueden padecer toda clase de represiones. En estas condiciones resulta imposible cualquier crítica saludable a la sociedad, ya que el pensamiento crítico y la libertad van ligados.
Dichos factores son la causa de que el islamismo en general y la posición de la mujer en particular no sean objeto de crítica ni de un profundo análisis científico y objetivo. El islamismo se opone a todas las innovaciones, y considera que cualquier problema es de índole religiosa, más que social o económica.
Notas
1. Burton, vol. X, p. 195.
2. Nefzawi, Shaykh (1), pp. 203-204.
3. Bousquet (1), p. 49.
4. Artículo «Mujeres» en el DI.
5. Schacht (4) en HI, p. 545.
6. Artículo «Mujeres» en DI.
7. Citado por Ascha, p. 13.
8. Mimouni, p. 156.
9. Ascha, p. 11. 10.
Por qué no soy musulmán, cap. 8
Trad.: Traducción de Susana Rodríguez-Vida
Barcelona, Planeta, 2003
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