El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.
No creo en las invocaciones pero las invocaciones creen en mí:
han venido otra vez como líquenes inevitables.
La fermentación del verano se introduce en mi corazón y mis manos se deslizan cansadas en la lentitud.
Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la sencillez del aire;
sin osamenta ni tránsito, como si consistieran únicamente en el contenido de mis ojos, en la unidad de mis palabras, en el espesor de mis oídos.
Son obedientes y yo siento su reunión como una salud que se refugia en la oscuridad.
Es una amistad dentro de mí mismo;
es un estambre urdido por manos que son suaves en el interior de los días.
Ahora es verano y me proveo de alquitranes y espinas y lápices iniciados,
y las sentencias suben hacia las cánulas de mis oídos.
He salido de la habitación obstinada.
Puedo hallar leche en frutos abandonados y escuchar llanto en un hospital vacío.
La prosperidad de mi lengua se revela en cuanto fue olvidado durante mucho tiempo y sin embargo visitado por las aguas.
Éste es un año de cansancio. Verdaderamente es un año muy viejo.
Éste es el año de la necesidad.
Durante quinientas semanas he estado ausente de mis designios,
depositado en nódulos y silencioso hasta la maldición.
Mientras tanto la tortura ha pactado con las palabras.
Ahora un rostro sonríe y su sonrisa se deposita sobre mis labios,
y la advertencia de su música explica todas las pérdidas y me acompaña.
Habla de mí como una vibración de pájaros que hubiesen desaparecido y retornasen;
habla de mí con labios que todavía responden a la dulzura de unos párpados.
* * *
La naturaleza de los cuerpos es fingir la existencia y este conocimiento es el fin de un espíritu rodeado por ávidas gallinas en los preámbulos.
Lee en las láminas de vidrio: los argumentos del placer y los capítulos de la destrucción atravesados por una sola mirada. ¿Quién habla en esta transparencia?
Sólo es legible el libro de lo incierto.
El afilador que posee en sus cánulas una sola nota, clara como una serpiente, creadora de la niñez en un espacio de hombres vigilados, no es más feliz que su propia música destinada al invierno.
Así es el rostro de tu madre.
Nuestra pasión es trivial: una enseñanza atribuida a pájaros sobre la nieve, a los volúmenes cuya visión es la forma más perfecta de la tristeza.
Y la convicción crece únicamente en el paladar de hombres aptos para la administración de la muerte, hombres cuyas azumbres están llenas de líquidos más decisivos que el dolor.
Mas, los incrédulos, desposeídos de conducta, ¿qué iglesia luce en nuestros gemidos?
Hay indicios en narraciones impecables: el vendedor de higos chumbos cuya pobreza está bajo la luz y sonreía cerca del cuchillo y la limpieza de su acto era una lámpara increíble, una prueba exquisita de la inexistencia coronada de gritos en la celebración del mercado.
O, en los jardines del verano, el muro quieto en la imposibilidad, externo a un espesor de líneas invisibles, un espesor dotado de melancolía.
O, más aún, en tu chaqueta abandonada y entreabierta, es decir, en una forma que describe tu desaparición.
Esta perplejidad es la conciencia. El miedo ejerce de pastor, pero no sabes más de ti que un animal absorto sobre el agua.
* * *
El olvido es mi patria vigilada y aún tuve un país más grande y desconocido.
He retornado entre un silencio de párpados a aquellos bosques en que fui perseguido por presentimientos y proposiciones de hombres enfermos.
Es aquí donde el miedo ve la fuerza de tu rostro: tu realidad en la desaparición
(que se extendía como la lluvia en el fondo de la noche; más lenta que la tristeza, más húmeda que labios sobre mi cuerpo).
Eran los grandes días de la traición.
Me alimentaba la fosforescencia. Tú creaste la mentira entre las piernas de mi madre; no existía el dolor y tú creaste la compasión.
Tú volvías a las hortensias.
Y sollozaste bajo la lente de los comisarios.
Y vi la luz de la inutilidad.
Mi boca es fría en las plegarias. Este relato incomprensible es lo que queda de nosotros. La traición prospera en corazones inviolables.
Profundidad de la mentira: todos mis actos en el espejo de la muerte. Y los carbones resplandecen sobre la piel de héroes aún despiertos en el umbral de la imbecilidad.
Y ese alarido entre cristales, esas heridas que no son visibles más que en el instante del amor...
¿Qué hora es ésta, qué yerba crece en nuestra juventud?
Versión incluida en Edad(Poesía 1947-1986), 1987
En Antonio Gamoneda. Antología de textos
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra
Foto de Amando Casado, Antonio Gamoneda posando para el escultor Amancio González
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