Nadie podía haber previsto lo que sucedió esta noche, última de la feria, a las doce en punto.
Todo el pueblo estaba reunido en la plaza, rodeando el inmenso castillo pirotécnico, orgullo de
todos nosotros y símbolo de la fiesta, erigido a un costado de la Parroquia por más de cincuenta
obreros bajo las órdenes de don Atilano el cohetero. Nunca habíamos visto algo más bello y
majestuoso.
Justamente en el momento en que iba a darse la orden para que fuera encendido
irrumpió una pequeña banda de desalmados. Nadie pudo darse cuenta de quiénes eran, ni
cuántos. Iban vestidos de Viejos de la danza, con máscaras de diablo. Unos llevaban teas
encendidas, otros baldes y machetes, otros más, pistolas que disparaban al aire. En cosa de
instantes, bañaron de petróleo la base de las cuatro torres que sostenían la plataforma desde
donde se alzaba el castillo principal, y les prendieron fuego.
La gente cercana huyó despavorida porque el combustible se derramó por el empedrado. La
llamarada pronto se levanto al cielo, más alta que la Parroquia. Los malhechores se quitaron
inmediatamente las máscaras y los disfraces, quedando irreconocibles entre la muchedumbre,
contemplando el estropicio a sus anchas, muy contentos y satisfechos sin duda.
En vez de arder parte por parte y en el orden previsto por don Atilano, ya se imaginarán lo
que pasó. El estallido fue general y completo, como el de un polvorín. Los buscapiés se
fueron por todas partes, sin ton ni son, y sobre la multitud cayó una verdadera lluvia de fuego,
por fortuna artificial, y no hubo, según parece, más que algunos centenares de chamuscados.
El fuego se propagó a muchos puestos y barracas, y poco faltó para que ardieran los árboles
del parque. Aunque violento, el material inflamable no era mucho en realidad, fuera de la
pólvora superficial. Una hora después, no quedaba más que un montón de brasas y pavesas,
entre las que de vez en cuando tronaba todavía algún cohete retardado...
Yo me quedé hasta el final, solo en la plaza inmensa que forman el parque y el jardín. Solo,
porque los demás estaban tirados en el suelo, dormidos y borrachos, aquí y allá, como los
muertos de un falso campo de batalla.
Ya para venirme, me volví por última vez y vi desde lejos el escenario. En el lugar donde
estaba el castillo, vi subir al cielo la última columna de humo, recta y delgada.
Dejé de mirar en el momento en que se desprendió de su base de ceniza, donde ya no
quedaba nada por arder.
La feria (única novela de JJA, 1963)
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