Si a pesar de todo sigo vivo se lo debo a Goethe, como sólo a un dios puede debérsele  algo. No es una de sus obras, es el clima sentimental y el cuidado y la minuciosidad de  una existencia llena lo que de repente me subyugó. Da igual por dónde lo abra, puedo  leer aquí unos poemas, allí unas cartas o algunas páginas de un relato; a las pocas frases  se apodera de mí y me llena de una esperanza que ninguna religión puede darme. Sé  muy bien qué es lo que las más de las veces actúa sobre mí. A lo largo de los años, he  creído, de un modo supersticioso que la tensión de un espíritu rico, amplio y abierto  tiene que expresarse en cada uno de sus momentos. Que nada podía ser pálido e  indiferente; es más, que ni siquiera apaciguadoras deberían ser las cosas. Desprecié la  salvación y la alegría. La revolución fue para mí una especie de modelo, y algo así  como una revolución incesante, jamás satisfecha, iluminada por momentos súbitos e  imprevisibles era la vida del ser humano. Me avergonzaba de tener algo; incluso para el  hecho de tener libros inventé ingeniosas excusas y complicados subterfugios. Me  avergonzaba del sillón en el que me sentaba para trabajar si no era suficientemente  duro,  y en ningún caso aquel sillón podía ser mío. Sin embargo, este modo de ser fogoso y  caótico era así sólo en teoría. En realidad cada vez había más zonas del saber y del  pensar que despertaban mi interés sin que yo las tragara inmediatamente, que iban  tomando cuerpo sin hacer ruido e iban creciendo de año en año -como ocurre con las  personas sensatas también-, zonas del saber y del pensar que yo no rechazaba como   extrañas, a no ser que empezaran a hacer ruido inmediatamente; que prometían frutos  para mucho más tarde y que luego, realmente, de vez en cuando los daban. De este  modo, casi sin darme cuenta, fue creciendo algo así como un espíritu; pero este espíritu  estaba bajo el dominio de un déspota antojadizo que ponía inquietud y violencia en  todo, que hacía una política exterior tan falsa, perezosa e impulsivo que todo iba  siempre al revés y que, por lo demás, era sensible al halago de cualquier gusano.  Creo que a Goethe le toca liberarme de este despotismo. Antes de leerle por segunda  vez -para dar sólo este ejemplo- me había avergonzado siempre un poco de mi interés  por  los animales y de los conocimientos sobre ellos que poco a poco había ido  adquiriendo. No me atrevía a confesarle a nadie que en estos momentos, en medio de  esta guerra, las yemas de las plantas pueden fascinarme y estimularme tanto como un  ser humano. Prefería leer mitos que cualquiera de los complicados productos de la  Psicología moderna; y para justificar ante mí esta sed de mitos, convertía a éstos en una  cuestión científica, fijaba toda mi atención en los pueblos de los que habían surgido y  los ponía en conexión con la vida de estos pueblos. Pero lo único que me importaba  eran los mitos mismos. Desde que leo a Goethe, todas mis empresas me parecen  legítimas y naturales; no es que sean sus empresas, son otras, y es muy dudoso que  puedan conducir a algún resultado concreto. Pero él me autoriza: ¡haz lo que tengas que  hacer  –dice-, aunque no sea nada arrebatado y ardiente, respira, observa, medita!
En La provincia del hombre Versión castellana de Eustaquio Barjau
Madrid, Taurus, 1982
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