15 de mayo de 2010

José Ortega y Gasset - Temas velazquinos






Tintoretto quiere dar la ilusión de la profundidad. Velázquez, no. En nada se ve mejor la interpretación errónea que éste ha sufrido. Tómense casos bastante extremos: el ecuestre del conde-duque, el de Baltasar Carlos. La figura entra o sale del lienzo en diagonal de penetración. Es el medio más clásico de Tintoretto para forzarnos a vivir lo profundo. Pero en Velázquez ese efecto ilusionista queda reducido a lo justo "para representar" la tercera dimensión, mas no para dar ilusión de ella. Sigue triunfando el plano que es el cuadro y en él, ironizada en él -es decir in modo ponendo tollens-, la profundidad. Es exactamente lo mismo que hace con el volumen. Es el estar sin estar.



Conde-Duque de Olivares



Príncipe Baltasar Carlos


Los paisajes de Rubens con sus rayos de sol en claros del último término son profundos. No se parecen en nada a los de Velázquez.

Los fondos de Velázquez no son propiamente paisajes, sino formalmente fondos. Las formas, valores cromáticos, etc., están esquematizados casi excesivamente para no entrar en emulación con las figuras. Son, pues, meros telones de fondo y no espacios, no ámbitos. Tienen un papel meramente funcional para el retrato: son contraste e la figura o aparejo de formas con el fin principal de monumentalizar la figura (sobre todo en las ecuestres) y amenizar el conjunto. Los paisajes de la Villa Médicis son inesperadamente poco profundos, a pesar de que uno de ellos, al buscar con sus arcos los escapes, hubiera impuesto lo contrario.

Digo que aquellos dos retratos son un caso extremo porque son los únicos casos de figuras que están oblicuas al plano; es decir, que penetran del primer plano a los interiores -característico de Tintoretto. Greco, Rubens, manieristas.

En general, pienso que convendría revisar lo que suele repetirse sobre la espaciosidad en los cuadros de Velázquez.


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Cuando se compara el arte el siglo XVII, y especialmente la idea de Velázquez, con lo que fue para Miguel Angel y Rafael, se percibe la enorme disminución de sus pretensiones. En Miguel Angel es escultura y pintura -como la música de Wagner- la disciplina superior humana: el arte plástica quiere serlo todo o por lo menos imperar sobre todo -es ciencia, es religión, es suprema revelación de los destinos Humanos. En las bóvedas de la Sixtina hace Miguel Angel retumbar el trueno eterno de lo eterno y trascendente. Frente a esto el arte del siglo XVII no es sino... arte, modesta ocupación humana, mueble cotidiano, distracción, documento.

Entre la pintura de cúpulas (como en Correggio) y el cuadro de Velázquez, la distancia de función de la pintura es radical. Allí ornamentación -aquí un tete-à-tete del espectador con el lienzo. Una pintura de cúpula no está hecha para mirarla de verdad, en su detalle. Razones fisiológicas se oponen a ello: tortícolis, mareo, pérdida del equilibrio. Esa pintura es como un discurso de mitín- para ser oído como burundun-burundun, no para ser entendido.

Pero algo aún más hondo: esa pintura es "decorativa" porque se incorpora a la arquitectura y esta incorporación es tanto mayor cuando la pintura, como en estas cúpulas, anula la arquitectura insertando en ella espacios imaginarios. El cuadro, el propio y puro cuadro e caballete, por el contrario, reclama el muro para pender de él como tal muro y sin pretender incorporarse a él ni menos anularlo, sino ser un área nueva respecto al muro, una nueva superficie que nada tiene que ver con él.


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El careo del espectador con el cuadro produce a veces ante los de Velázquez, por ejemplo, ante sus retratos de enanos, un efecto azorante. Porque en algún instante casi llegamos a dudar de si somos nosotros quienes miramos a la figura o si no es más bien la figura la que nos está observando a nosotros. Las causas de ello están en toda la manera de pintar velazqueña, pero aíslo aquí sólo dos que son rápidas de enunciar. La renuncia a todo manierismo trae consigo que el pintor esté ausente del cuadro. La maniera, el "estilismo" es un gesto personal y donde se halla, está presente el sujeto de quien es el gesto. Velázquez nos deja solos con sus personajes para que nos las arreglemos con ellos como podamos.


El Niño de Vallecas


La otra causa es de pura técnica en la perspectiva. Ya Curtius notó que el punto de vista de Velázquez al pintar sus pinturas -sobre todo sus retratos, pero también sus composiciones- es rarísimo: es de arriba abajo. El ojo del pintor está dominando un poco las figuras que, por esto, aparecen: primero, como sumergidas en el cuadro; segundo, dominando ellas a su vez un poco al espectador. Esto, sea dicho al paso, contribuye a su efecto aéreo. Es como si se viera algo de su detrás.


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En Velázquez la pintura se libera, por fin, radicalmente de la escultura, que desde Giotto se había tragado y protuberizaba los cuadros, dando a todo la hinchazón del volumen, la plasticidad. No sé si se ha advertido que la técnica de Giotto -por ejemplo, Adoración de los Reyes- parece indicar como si hubiese aprendido a dibujar copiando bajorrelieves. Venecia hubiera libertado antes a la pintura, pero tropezó con la roca gigantesca de Miguel Angel, que inyecta más dosis aún de escultura en el cuadro. La plasticidad, el volumen, procede de la visión próxima. Velázquez hace triunfar la visión lejana que hace a la figura incorpórea y en este sentido plana-plana, no como superficie, sino como un fantasma.


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Importa mucho hacer ver que Velázquez apenas llega a Madrid -es decir, a los veintiún años- abandona la disciplina caravaggista de su adolescencia para tomar una dirección en todos sentidos opuesta. Más aún, mientras todo el siglo, lo mismo en Italia que en los Países Bajos, prosigue inscrito en unas u otras dimensiones de Caravaggio, es él el único que descubre otro continente al cual, la verdad es que nadie le seguirá hasta bien dentro del siglo XIX. Hay, pues, que verlo desde luego frente a Caravaggio, y lo que interesa más, frente a Ribalta, Surbarán y RiBera.

Lo decisivo, lo profundamente nuevo es la descorporización, la espectralización del objeto.

Como el maestro italiano, los tres españoles siguen agarrados al cuerpo: por eso funden las tintas, empastan, pulen. Sus figuras son corpóreas, compactas y, en este sentido, pesadas. Velázquez comienza: Primero: por reducir radicalmente lo que del objeto transcribe; es una abreviatura de sus valores románticos. Segundo: reduce al extremo el modelado. Las manchas no se juntan, y al no juntarse es indecisa su mutua relación espacial -que es lo visual frente a lo táctil. El tacto es inequívoco -procede por continuidades. Tercero: apenas pone pasta -es casi "acuarela". De aquí su dosis de "sequedad". Si a la precisión de su color añadiese la modelación, sería terrible, pesadísimo y asqueroso su "realismo". Pero el arte e Velázquez es la gran paradoja: idealiza la realidad misma, desde ella misma, simplemente por convertirla en puro vocabulario de color -no de forma-, es decir, ni línea ni modelado. Qué sea esta pesadez puede verse en algunas de sus primeras obras: en la Adoración, en algunos de los bodegones, en el Retrato de desconocido del Prado.


Adoración de los Reyes Magos


La pintura de Velázquez -desde que llega a su propia manera- ha sido llamada pintura plana. La denominación puede valer en cuanto se enuncia con ella el abandono de la preocupación por reproducir el "relieve", el "bulto", la "rotundidad" -esto es, el volumen lleno. Pero por otro lado es absurda. Con ese nombre habría que denominar la pintura bizantina o la china. Gaugain o Matisse. Al evitar el bulto Velázquez no convierte el cuadro en un plano sino en un hueco, en una profundidad. Por eso, cada figura no es, en rigor, plana, sin ser, por ello, de bulto. Cada elemento e ella está en su lugar de profundidad. Sólo esto explica que evitando el bulto tenga, sin embargo, tercera dimensión -es tercera dimensión hacia dentro del cuadro. O dicho de otro modo, el Mundo no es un bulto, sino un hueco -un hueco dentro del cual hay bultos. Pero al hallarse éstos en aquél participan de su oquedad. En puros ingredientes visuales, todo cuerpo es a la vez hueco y bulto por estar en un lugar del gran hueco, ser elemento de éste.


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El pintor crea su fauna, suscita un pueblo aparte. Y como es un pueblo, habla un lenguaje peculiar.

Nadie es gran pintor si no es un idioma. Por eso un grande artista no se entiende con nadie. ¿Cómo se va a entender si su misión es ser otro lenguaje? Por eso la historia de las artes es la torre de Babel. No se entienden entre sí -se excluyen. El gran artista edifica en torno a sí su propia soledad y se asfixia dentro. Tal es su destino.

Pero pasamos junto a unos hombres que hablan chistando, y decimos: son chinos. Y pasamos junto a un muro desde el cual nos llegan ciertas insinuaciones, y decimos: se oye a Velázquez. Por lo mismo que éste reduce al extremo la estilización y se adscribe tanto al objeto, sería de sumo interés el ensayo de definir con rigor la especie zoológica que constituyen sus figuras.


Retrato de un desconocido


No vemos con precisión cómo era la fama de Velázquez dentro y fuera de España en su tiempo. Como no podía ser menos, sorprende a la gente entonces la inaudita capacidad que Velázquez manifiesta para copiar lo que ve -pero no saben en qué región del Arte y menos aún en qué rango situar esa producción. Faltaba en la mente de la época el alvéolo, el "marco" donde colocar a un artista como Velázquez, y por eso la sorpresa admirativa ante sus obras no puede terminar en una apoteosis, en una fama precisa y sólida. Es un extemporáneo.


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El autor de Noticias de Madrid desde el año 1636 hasta el de 1638, dice (ed. Rodríguez Villa, 27-28):

"A Diego Velázquez han hecho ayuda de guardarropa de S.M., que tira a querer ser un día ayuda de cámara y ponerse un hábito a ejemplo de Ticiano".

Esta noticia tiene suma importancia. En primer lugar, la profecía es egregia, lo que revela que el autor -como en toda su obra evidencia- era muy inteligente.

Segundo: Que no son mercedes dadas al buen tuntún, sino que son un cursus honorum, la carrera de noble.

Tercero: Que el autor está ya alerta y en la pista de que Velázquez lo que quiere es ser noble.



Transcripto de Velázquez
Madrid, Revista de Occidente, 1963




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