Tales midió la sombra de una pirámide para indagar su altura; Pitágoras y Platón enseñaron la trasmigración de las almas; setenta escribas, recluidos en la isla de Pharos, produjeron al cabo de setenta jornadas de labor setenta versiones idénticas del Pentateuco; Virgilio, en la segunda Geórgica, ponderó las delicadas telas de seda que elaboran los chinos y, días pasados, jinetes de la provincia de Buenos Aires se disputaban la victoria en el juego persa del polo. Verdaderas o apócrifas las heterogéneas noticias que he enumerado (a las que habría que agregar, entre tantas otras, la presencia de Atila en los cantares de la Edda Mayor) marcan sucesivas etapas de un proceso intrincado y secular, que no ha cesado aún: el descubrimiento del Oriente por las naciones occidentales. Este proceso, como es de suponer, tiene su reverso; el Occidente es descubierto por el Oriente. A esta otra cara corresponden los misioneros de hábito amarillo que un emperador budista envió a Alejandría, la conquista de la España cristiana por el islam y los encantadores y a veces terribles volúmenes de Akutagawa. Discernir con rigor los elementos orientales y occidentales en la obra de Akutagawa es acaso imposible; por lo demás, los términos no se oponen exactamente, ya que en lo occidental está el cristianismo, que es de origen semítico. Entiendo, sin embargo, que no es aventurado afirmar que los temas y el sentimiento son orientales, pero que ciertos procederes de su retórica son europeos. Así, en Kesa y Moritô y en Rashômon, asistimos a diversas versiones de una misma fábula, referidas por los diversos protagonistas; es el procedimiento de Robert Browning, en The Ring and the Book. En cambio, cierta tristeza reprimida, cierta preferencia por lo visual, cierta ligereza de pincelada, me parecen, a través de lo inevitablemente imperfecto de toda traducción, esencialmente japonesas. La extravagancia y el horror están en sus páginas, pero no en el estilo, que siempre es límpido.
Akutagawa estudió las literaturas de Inglaterra, de Alemania y de Francia; el tema de su tesis doctoral fue la obra de Morris y nos consta que frecuentó a Schopenhauer, a Yeats y a Baudelaire. La reinterpretación psicológica de las tradiciones y leyendas de su país fue una de las tareas que ejecutó.
Thackeray declara que pensar en Swift es como pensar en la caída de un imperio. Análogo proceso de vasta desintegración y agonía nos dejan entrever las dos narraciones que componen este volumen. En la primera, Kappa, el novelista recurre al artificio de fustigar la especie humana bajo el disfraz de una especie fantástica; acaso los bestiales yahoos de Swift o los pingüinos de Anatole France o los curiosos reinos que atraviesa el mono de piedra de cierta alegoría budista fueron su estímulo. A medida que procede el relato, Akutagawa olvida las convenciones del género satírico; a los kappas no les importa revelar que son hombres y hablan directamente de Marx, de Darwin o de Nietzsche. Según los cánones literarios, esta negligencia es una falla; de hecho, infunde en las últimas páginas una melancolía indecible, ya que sentimos que en la imaginación del autor todo se desmorona, y también los sueños de su arte. Poco después, Akutagawa se mataría; para quien escribió esas últimas páginas, el mundo de los kappas y el de los hombres, el mundo cotidiano y el mundo estético, ya eran parejamente vanos y deleznables. Un documento más directo de ese crepúsculo final de su mente es el que nos propone Los engranajes. Como el Inferno de aquel Strindberg que entrevemos al fin, esta narración es el diario, atroz y metódico, de un gradual proceso alucinatorio. Diríase que el encuentro de dos culturas es necesariamente trágico. A partir de un esfuerzo que se inició en 1868, el Japón llegó a ser una de las grandes potencias del orbe, a derrotar a Rusia y a lograr alianzas con Inglaterra y con el Tercer Reich. Esta casi milagrosa renovación exigió, como es natural, una desgarradora y dolorosa crisis espiritual; uno de los artífices y mártires de esta metamorfosis fue Akutagawa que se dio muerte el día 24 de julio de 1927.
En Vida de un loco - tres relatos
Título original: Jigokuhen. Haguruma. Aru Ahó no Isshó
Traducción de Mirta Rosenberg
Prólogo de Luis Chitarroni, con epílogo de Jorge Luis Borges
Foto: Akutagawa en China for three months, as an observer of Osaka Mainichi Shimbun
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