La colección de arte Chamchawala, que se guardaba en Scandal Point, comprendía una gran serie de las legendarias telas Hamzanama, parte de la secuencia del siglo XVI que representan escenas de la vida de un héroe que tal vez fuera o tal vez no el famoso Hamza, tíode Mahoma, cuyo hígado fue comido por Hind, la mujer de La Meca, cuando yacía muerto enel campo de batalla de Uhud. «Me gustan estas pinturas porque se permite fracasar al héroe —dijo Changez a Zeeny — . Mire cuántas veces tienen que sacarlo de apuros.» Los cuadros erantambién prueba elocuente de la tesis de Zeeny Vakil acerca de la naturaleza ecléctica e híbrida de la tradición artística india. Los mogoles habían traído artistas de todas las partes de la India a trabajar en las pinturas; la identidad individual se sumergía en la creación de un Superartista de muchas cabezas y muchos pinceles que, literalmente era la pintura india. Una mano dibujaría los suelos de mosaico, otra las figuras, otra los cielos con nubes de aspecto chino. En el reverso de las telas estaban las historias que acompañaban las escenas. Los cuadros se mostraban como una película: sosteniéndolas en alto mientras alguien leía la historia del héroe. En Hamzanama podías ver la miniatura persa fundiéndose con los estilos de pintura kannada y keralan, podías ver la filosofía hindú y musulmana formando su síntesis característica de las postrimerías de la dominación mogol.
Un gigante estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo —dijo en voz alta con su voz inglesa—, el puro bárbaro amor del dolor.»
(...)
En aquella noche del desolador triunfo del comerciante en la tienda de los descreídos, se producen ciertos asesinatos para cuya terrible venganza la primera dama de Jahilia esperará años. Hamza, el tío del Profeta, regresa a casa, solo, con la cabeza gris inclinada al crepúsculo de aquella triste victoria cuando oye un rugido y, al levantar la mirada, ve un gigantesco león escarlata que se dispone a saltar sobre él desde las altas almenas de la ciudad. Él conoce esta fiera, esta fábula. La iridiscencia de su anca escarlata se confunde con el resplandor trémulo de las arenas del desierto. Por sus fauces exhala el horror de los lugares solitarios de la tierra. Escupe pestilencia y cuando los ejércitos se aventuran por el desierto él los consume por completo. A la última luz azul de la tarde, él grita a la fiera, disponiéndose, inerme como está, a enfrentarse con la muerte: «Salta, bastardo, Mantícora. En mis tiempos, yo estrangulé gatos grandes con mis manos.» Cuando era más joven. Cuando era joven.
Suenan risas a su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en derredor; el Mantícora ha desaparecido de la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más que nada en el mundo —gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años— aborrezco reconocer que mis enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.» Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno. Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la aparición del león. Y, al cabo de varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le gusta alimentarse de carne humana... Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y hace trizas el silencio. Da un grito y acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras. Ha sido noche de máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas, chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria.
Pero hasta ahora, en este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de hombre-león: y corre hacia su destino.
En Los versos satánicos (Caps. II y III -fragmentos-)
Trad. J. L. Miranda
Bracelona, 1989
Nota: Las pinturas corresponden a Mughal Art, bajo el imperio de Akbar el Grande (1556-1605) y no se incluyen en la edición
Un gigante estaba atrapado en un foso y sus verdugos humanos le clavaban lanzas en la frente. Un hombre hendido verticalmente desde la cabeza hasta la ingle todavía sostenía en alto la espada mientras caía. En todas partes, espumosa efusión de sangre. Saladin Chamcha se dominó. «El salvajismo —dijo en voz alta con su voz inglesa—, el puro bárbaro amor del dolor.»
(...)
En aquella noche del desolador triunfo del comerciante en la tienda de los descreídos, se producen ciertos asesinatos para cuya terrible venganza la primera dama de Jahilia esperará años. Hamza, el tío del Profeta, regresa a casa, solo, con la cabeza gris inclinada al crepúsculo de aquella triste victoria cuando oye un rugido y, al levantar la mirada, ve un gigantesco león escarlata que se dispone a saltar sobre él desde las altas almenas de la ciudad. Él conoce esta fiera, esta fábula. La iridiscencia de su anca escarlata se confunde con el resplandor trémulo de las arenas del desierto. Por sus fauces exhala el horror de los lugares solitarios de la tierra. Escupe pestilencia y cuando los ejércitos se aventuran por el desierto él los consume por completo. A la última luz azul de la tarde, él grita a la fiera, disponiéndose, inerme como está, a enfrentarse con la muerte: «Salta, bastardo, Mantícora. En mis tiempos, yo estrangulé gatos grandes con mis manos.» Cuando era más joven. Cuando era joven.
Suenan risas a su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en derredor; el Mantícora ha desaparecido de la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más que nada en el mundo —gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años— aborrezco reconocer que mis enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.» Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno. Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la aparición del león. Y, al cabo de varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le gusta alimentarse de carne humana... Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y hace trizas el silencio. Da un grito y acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras. Ha sido noche de máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas, chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria.
Pero hasta ahora, en este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de hombre-león: y corre hacia su destino.
En Los versos satánicos (Caps. II y III -fragmentos-)
Trad. J. L. Miranda
Bracelona, 1989
Nota: Las pinturas corresponden a Mughal Art, bajo el imperio de Akbar el Grande (1556-1605) y no se incluyen en la edición
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