Alguien iba a morir. Lo supe no bien lo vi entrar. No lo conocía más que de nombre -¿quién no?-, pero antes de que fuera anunciado, tuve la certeza de que aquel hombre de aspecto medieval que esperaba en el vano de la puerta era Natán Negroponte. La sola mención de su nombre metía miedo. Negroponte ha matado a no menos de sesenta personas. Sin embargo, el sicario de las sombras, tal como le dicen, odia ver sangre. Jamás empuña armas ni se ensucia las manos con sangre. De hecho, no utiliza sus manos para matar; dicen que nunca ha tocado a los muertos que asesinó. Nadie sabe cómo mata Natán Negroponte, pero basta con mencionar el nombre del que ha de morir para que sea difunto. Es una suerte de ilusionista de la muerte, un mago que no toma contacto con sus víctimas, de la misma manera que un prestidigitador hace aparecer un naipe en el bolsillo de un espectador sin siquiera haberse acercado a él. Sin embargo, los muertos que ha matado el asesino más astuto de Santa María de los Buenos Ayres no son una ilusión: es muy difícil saber cómo lo hace, pero muy fácil comprobar que bien muertos están. Ése es su negocio y la condición es que quien lo contrate no le haga preguntas: sólo necesita que le digan el nombre del muerto.
El hombre pasó delante de mí y ni siquiera me ha mirado. El gobernador ordena que les traigan vino, que salga todo el mundo de la sala y los dejen a solas. Eso, por supuesto, no me incluye. Están sentados frente a frente. Beben en silencio; se estudian. Hablan de banalidades. El visitante se quita la capa, me mira -un escalofrío me recorre el espinazo- e interroga con los ojos al gobernador por mi presencia.
-Pierda cuidado -le dice, señalándome con la pluma con la que, hasta hace un momento, estaba escribiendo-, es sordo como una tapia y un poco idiota.
El hombre se muestra satisfecho con la explicación. Entonces sí, empiezan a hablar de negocios.
Soy sordomudo. Al menos, desde que me han puesto de criado del gobernador, es como si lo fuera. De hecho, él está plenamente convencido de que no puedo oír ni un cañonazo. Desde hace catorce meses no pronuncio palabra y, aunque quisiera, ahora tampoco podría hacerlo. A causa, quizá, de mi natural parquedad y mi cortedad de genio, mi comandante decidió que el mejor lugar en el que me podía destacar era la propia casa de su enemigo, el gobernador. Ha sido un duro trabajo convencer al mundo sobre mi condición de sordo, pero ya he dado suficientes pruebas y he hecho sobrados votos de silencio. El gobernador, personalmente, se ha tomado la tarea de poner el tambor de su revólver sobre mi oreja y disparar; no he parpadeado siquiera. Él mismo se ha ocupado de apagar la brasa de su cigarro sobre mis testículos; no me ha arrancado siquiera un gemido. Y ante el temor de que el sueño me traicionara y me pusiera a hablar durante la noche, por si acaso, me he cortado la lengua con una tenaza. Desde hace catorce meses soy los oídos de mi comandante en la mismísima casa del enemigo. He escuchado las conspiraciones más horrorosas y he informado por escrito o, dependiendo de la urgencia, por señas y gestos a mi comandante de los planes del enemigo. Ésa es mi tarea. Prefiero la muerte a la traición.
Ahora debo permanecer cerca del escritorio y escuchar. Hablan de un traidor y de un difunto. Todavía no han dado nombres. Murmuran. Por momentos me cuesta entender. Me acerco un poco más, mientras paso una felpa por los lomos de los libros de la biblioteca que se alza a las espaldas del gobernador. Desde aquí se escucha con absoluta claridad. De pronto se me congela la sangre: el hombre al que han de matar es mi comandante. Uno de los nuestros lo ha de delatar y, según parece, esta misma noche habrá de revelar el lugar donde se oculta. El gobernador, sin embargo, no se fía del matador y le ha pedido precisiones. Del otro lado de la ventana llega ahora un alboroto; parece que en la plaza se ha armado una reyerta, bastante habitual, entre los puesteros del mercado. Todos gritan y, maldita sea, no puedo oír el nombre del traidor. Si me acerco ahora, levantaría sospechas. Poco a poco van volviendo la calma y el silencio. Tengo que saber cuándo y cómo piensan hacerlo. Comentan el episodio de la plaza; Natán Negroponte dice algo acerca de estos salvajes de mierda que acabarán matándose entre ellos; eso ha dicho y el gobernador festeja con una breve carcajada incontenible. Pero, vamos, que sigan hablando, por el amor de Dios: necesito conocer los detalles. El gobernador le ofrece un cigarro al visitante. Fuman y comentan mientras contemplan la lata que contenía los puros dominicanos; ahora se despachan con elogios al tabaco. Basta de estupideces, al grano. Ahora sí. Será mañana a la madrugada, cuando despunte el alba. Eso es muy pronto. ¿Cómo alertar a mi comandante?, debería salir ahora mismo y galopar toda la noche y, así y todo, quién sabe si habré de llegar antes que el asesino. Negroponte dice que ya está todo dispuesto: el mismo delator será el asesino. ¡Claro! Es un hombre de la confianza de mi comandante y puede entrar en el cuartel clandestino sin obstáculos. Tengo que saber cómo piensan hacerlo. Está pasando la carreta de las frutas y entre los cascos del caballo y el pregón del vendedor no puedo escuchar. Otra vez lo han dicho y, nuevamente, no he podido oír el nombre del traidor. Sólo escuché parte de una frase pronunciada con malicia por el sicario: "? yo solamente cobro, nunca he pagado a nadie". No sé a qué se refiere, pero no parece tener ninguna importancia. Necesito precisiones.
Según puedo sacar en limpio, hasta donde he podido entender, las cosas serán del siguiente modo: el traidor entrará en el cuartel, se meterá en la tienda del comandante y dirá que trae un recado urgente para entregarle en persona. Todos lo conocen y, como nadie desconfía de él, no encontrará ningún obstáculo para quedarse y esperarlo. El comandante habrá de llegar después del alba; el traidor dirá que descansará en el catre de nuestro jefe, como tantas veces lo hizo, hasta que él llegue, pues está muy fatigado por el largo viaje. El comandante entrará en la tienda y, ahí mismo, se levantará del catre y, por sorpresa, lo coserá a puñaladas. Así es como ha de ser.
Debo salir ahora mismo. No puedo perder un solo minuto. Como un loco me echo a correr hacia la puerta. El visitante se sobresalta y, veloz como un rayo, se lleva una mano a la cintura. Pero el gobernador le dice a su interlocutor que no le dé importancia al asunto, pues es sabido que, además de sordomudo, soy un poco lunático; atravieso el corredor -en la carrera he derribado a la cocinera negra, que me maldice en africano-. Por fin llego a la caballeriza. Me trepo al angloárabe del gobernador y salgo al galope.
¿Quién ha de ser el traidor? Muy pocos conocemos el campamento en el que se oculta nuestro jefe. Pero ¿quién? Eso ahora no importa. Debo llegar cuanto antes. Si este caballo resiste la carrera, podría estar antes del alba.
He galopado toda la noche. Ya está clareando sobre la espesura en la que se oculta el campamento. Aquella franja rojiza comienza a ensancharse como una amenaza. Casi he llegado cuando el sol despunta sobre las copas de las araucarias.
El asesino ya ha de estar dentro de la carpa. Tengo que estar ahí antes que mi comandante. Por fin, puedo ver la guardia que precede la entrada al cuartel. No hace falta que dé el santo y la seña, pues aquí todos me conocen bien. Entro en el cuartel como una saeta; todos me abren paso. Ya he visto la carpa: ahí adentro, acechando mientras disimula descansar, ha de estar el traidor. Tengo que ser rápido y actuar antes que él desenfunde el puñal artero. Me apeo antes de frenar el caballo y con el mismo impulso entro en la carpa cuchillo en mano. Hijo ´e la gran puta, traidor, grito, a la vez que me abalanzo sobre el hombre que finge reposar en el catre de mi jefe. Descargo la primera y salvaje puñalada en el corazón y entonces, como un mal pensamiento, recuerdo la voz aguardentosa de mi inesperado patrón: "yo cobro, nunca he pagado". Saco el cuchillo ensangrentado, lo vuelvo a enterrar. Una vez más acude a mi memoria la voz de Natán Negroponte: "estos indios de mierda acabarán matándose entre ellos". Sólo entonces decido descubrir la cara de aquel que, ya sin aliento, se desangra bajo la carga de mi cuchillo. No me atrevo a mirar. Ahora resuena en mi cabeza aturdida la carcajada del sicario de las sombras, la risa inmunda de aquel asesino que jamás ha tocado a sus víctimas y nunca ha manchado sus manos con sangre. Mis manos, en cambio, están teñidas de rojo. Ahora que miro la cara del muerto que yace debajo de mí, he podido saber, al fin, quién es el traidor que acaba de matar a mi comandante.
El hombre pasó delante de mí y ni siquiera me ha mirado. El gobernador ordena que les traigan vino, que salga todo el mundo de la sala y los dejen a solas. Eso, por supuesto, no me incluye. Están sentados frente a frente. Beben en silencio; se estudian. Hablan de banalidades. El visitante se quita la capa, me mira -un escalofrío me recorre el espinazo- e interroga con los ojos al gobernador por mi presencia.
-Pierda cuidado -le dice, señalándome con la pluma con la que, hasta hace un momento, estaba escribiendo-, es sordo como una tapia y un poco idiota.
El hombre se muestra satisfecho con la explicación. Entonces sí, empiezan a hablar de negocios.
Soy sordomudo. Al menos, desde que me han puesto de criado del gobernador, es como si lo fuera. De hecho, él está plenamente convencido de que no puedo oír ni un cañonazo. Desde hace catorce meses no pronuncio palabra y, aunque quisiera, ahora tampoco podría hacerlo. A causa, quizá, de mi natural parquedad y mi cortedad de genio, mi comandante decidió que el mejor lugar en el que me podía destacar era la propia casa de su enemigo, el gobernador. Ha sido un duro trabajo convencer al mundo sobre mi condición de sordo, pero ya he dado suficientes pruebas y he hecho sobrados votos de silencio. El gobernador, personalmente, se ha tomado la tarea de poner el tambor de su revólver sobre mi oreja y disparar; no he parpadeado siquiera. Él mismo se ha ocupado de apagar la brasa de su cigarro sobre mis testículos; no me ha arrancado siquiera un gemido. Y ante el temor de que el sueño me traicionara y me pusiera a hablar durante la noche, por si acaso, me he cortado la lengua con una tenaza. Desde hace catorce meses soy los oídos de mi comandante en la mismísima casa del enemigo. He escuchado las conspiraciones más horrorosas y he informado por escrito o, dependiendo de la urgencia, por señas y gestos a mi comandante de los planes del enemigo. Ésa es mi tarea. Prefiero la muerte a la traición.
Ahora debo permanecer cerca del escritorio y escuchar. Hablan de un traidor y de un difunto. Todavía no han dado nombres. Murmuran. Por momentos me cuesta entender. Me acerco un poco más, mientras paso una felpa por los lomos de los libros de la biblioteca que se alza a las espaldas del gobernador. Desde aquí se escucha con absoluta claridad. De pronto se me congela la sangre: el hombre al que han de matar es mi comandante. Uno de los nuestros lo ha de delatar y, según parece, esta misma noche habrá de revelar el lugar donde se oculta. El gobernador, sin embargo, no se fía del matador y le ha pedido precisiones. Del otro lado de la ventana llega ahora un alboroto; parece que en la plaza se ha armado una reyerta, bastante habitual, entre los puesteros del mercado. Todos gritan y, maldita sea, no puedo oír el nombre del traidor. Si me acerco ahora, levantaría sospechas. Poco a poco van volviendo la calma y el silencio. Tengo que saber cuándo y cómo piensan hacerlo. Comentan el episodio de la plaza; Natán Negroponte dice algo acerca de estos salvajes de mierda que acabarán matándose entre ellos; eso ha dicho y el gobernador festeja con una breve carcajada incontenible. Pero, vamos, que sigan hablando, por el amor de Dios: necesito conocer los detalles. El gobernador le ofrece un cigarro al visitante. Fuman y comentan mientras contemplan la lata que contenía los puros dominicanos; ahora se despachan con elogios al tabaco. Basta de estupideces, al grano. Ahora sí. Será mañana a la madrugada, cuando despunte el alba. Eso es muy pronto. ¿Cómo alertar a mi comandante?, debería salir ahora mismo y galopar toda la noche y, así y todo, quién sabe si habré de llegar antes que el asesino. Negroponte dice que ya está todo dispuesto: el mismo delator será el asesino. ¡Claro! Es un hombre de la confianza de mi comandante y puede entrar en el cuartel clandestino sin obstáculos. Tengo que saber cómo piensan hacerlo. Está pasando la carreta de las frutas y entre los cascos del caballo y el pregón del vendedor no puedo escuchar. Otra vez lo han dicho y, nuevamente, no he podido oír el nombre del traidor. Sólo escuché parte de una frase pronunciada con malicia por el sicario: "? yo solamente cobro, nunca he pagado a nadie". No sé a qué se refiere, pero no parece tener ninguna importancia. Necesito precisiones.
Según puedo sacar en limpio, hasta donde he podido entender, las cosas serán del siguiente modo: el traidor entrará en el cuartel, se meterá en la tienda del comandante y dirá que trae un recado urgente para entregarle en persona. Todos lo conocen y, como nadie desconfía de él, no encontrará ningún obstáculo para quedarse y esperarlo. El comandante habrá de llegar después del alba; el traidor dirá que descansará en el catre de nuestro jefe, como tantas veces lo hizo, hasta que él llegue, pues está muy fatigado por el largo viaje. El comandante entrará en la tienda y, ahí mismo, se levantará del catre y, por sorpresa, lo coserá a puñaladas. Así es como ha de ser.
Debo salir ahora mismo. No puedo perder un solo minuto. Como un loco me echo a correr hacia la puerta. El visitante se sobresalta y, veloz como un rayo, se lleva una mano a la cintura. Pero el gobernador le dice a su interlocutor que no le dé importancia al asunto, pues es sabido que, además de sordomudo, soy un poco lunático; atravieso el corredor -en la carrera he derribado a la cocinera negra, que me maldice en africano-. Por fin llego a la caballeriza. Me trepo al angloárabe del gobernador y salgo al galope.
¿Quién ha de ser el traidor? Muy pocos conocemos el campamento en el que se oculta nuestro jefe. Pero ¿quién? Eso ahora no importa. Debo llegar cuanto antes. Si este caballo resiste la carrera, podría estar antes del alba.
He galopado toda la noche. Ya está clareando sobre la espesura en la que se oculta el campamento. Aquella franja rojiza comienza a ensancharse como una amenaza. Casi he llegado cuando el sol despunta sobre las copas de las araucarias.
El asesino ya ha de estar dentro de la carpa. Tengo que estar ahí antes que mi comandante. Por fin, puedo ver la guardia que precede la entrada al cuartel. No hace falta que dé el santo y la seña, pues aquí todos me conocen bien. Entro en el cuartel como una saeta; todos me abren paso. Ya he visto la carpa: ahí adentro, acechando mientras disimula descansar, ha de estar el traidor. Tengo que ser rápido y actuar antes que él desenfunde el puñal artero. Me apeo antes de frenar el caballo y con el mismo impulso entro en la carpa cuchillo en mano. Hijo ´e la gran puta, traidor, grito, a la vez que me abalanzo sobre el hombre que finge reposar en el catre de mi jefe. Descargo la primera y salvaje puñalada en el corazón y entonces, como un mal pensamiento, recuerdo la voz aguardentosa de mi inesperado patrón: "yo cobro, nunca he pagado". Saco el cuchillo ensangrentado, lo vuelvo a enterrar. Una vez más acude a mi memoria la voz de Natán Negroponte: "estos indios de mierda acabarán matándose entre ellos". Sólo entonces decido descubrir la cara de aquel que, ya sin aliento, se desangra bajo la carga de mi cuchillo. No me atrevo a mirar. Ahora resuena en mi cabeza aturdida la carcajada del sicario de las sombras, la risa inmunda de aquel asesino que jamás ha tocado a sus víctimas y nunca ha manchado sus manos con sangre. Mis manos, en cambio, están teñidas de rojo. Ahora que miro la cara del muerto que yace debajo de mí, he podido saber, al fin, quién es el traidor que acaba de matar a mi comandante.
En El oficio de los santos
Amabilidad del autor: http://www.andahazi.com/
Foto: Federico Andahazi (s-a) vía Lación
No hay comentarios.:
Publicar un comentario