La música constituye un capítulo aparte respecto de todas las demás artes. En ella no reconocemos la copia, cierta reproducción de una idea de la esencia del mundo; sin embargo, es un arte tan sumamente grande y magnífico e incide tan poderosamente sobre lo más íntimo del hombre, donde éste la comprende tan íntima y hondamente como un lenguaje enteramente universal, cuya claridad supera incluso la del propio mundo intuitivo, que a buen seguro hemos de buscar en ella algo más que aquel “oculto ejercicio de aritmética en donde el ánimo no sabe que numera” del cual nos habla Leibniz 1 acertadamente, en tanto que él sólo considera su signifi cación inmediata y externa, su envoltura. Si la música no fuera más que eso, la satisfacción que procura sería similar a la que sentimos al solucionar correctamente un problema de cálculo y no podría suponer ese goce interno que nos produce al convertir en lenguaje la más profunda intimidad de nuestra esencia. Desde nuestro punto de vista, donde atendemos al efecto estético, hemos de reconocerle una significación mucho más profunda e importante que se refiere a la esencia más íntima del mundo y de nuestro propio yo, de suerte que las relaciones numéricas a las cuales cabe reducirla no se comportan como lo designado, sino como signos. Que en cierto sentido la música ha de comportarse con respecto al mundo como la representación para con lo representado, como la copia para con el modelo, podemos concluirlo de la analogía con las restantes artes, a todas las cuales les es propio este carácter, cuyo efecto sobre nosotros es semejante al suyo en conjunto, sólo que aquí es más fuerte, rápido, necesario e infalible. Esa relación suya como copia del mundo ha de ser íntima, infinitamente verdadera y certeramente precisa, puesto que es comprendida al instante por cualquiera y se da a conocer mediante una cierta infalibilidad que determina por entero su forma, al expresarse en números y retrotraerse a reglas de las cuales no puede apartarse sin dejar de ser música. Sin embargo, el punto de comparación entre la música y el mundo, el sentido en que aquélla guarda con éste una relación de imitación o reproducción, se halla muy profundamente oculto. La música se ha ejercitado en todas las épocas sin rendir cuentas de tal relación, contentándose con comprenderla inmediatamente y desistiendo de forjar un concepto abstracto relativo a esta intelección inmediata.
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Las ideas (platónicas) son la adecuada objetivación de la voluntad; suscitar el conocimiento de éstas (lo que sólo es posible bajo una modificación en el sujeto cognoscente) mediante la representación de una cosa singular (pues en eso consiste siempre la propia obra de arte) es el fi n de todas las artes. Así pues, todas ellas objetivan la voluntad sólo indirectamente, a saber, por medio de las ideas; y como nuestro mundo no es más que la manifestación de las ideas en la pluralidad por medio del ingreso en el principio de individuación (la forma del conocimiento posible del individuo en cuanto tal), entonces la música, al pasar por encima de las ideas, es también enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mundo no existiera en absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes. La música es una objetivación y un trasunto tan inmediato de la íntegra voluntad como lo es el mundo mismo e incluso como lo son las ideas, cuya polifacética manifestación constituye el mundo de las cosas singulares. Por lo tanto, la música no es en modo alguno, como las otras artes, el trasunto de las ideas, sino el trasunto de la voluntad misma, cuya objetivación son también las ideas; por eso el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues éstas sólo hablan de sombras, mientras que aquélla habla de la esencia. Ahora bien, como es la misma voluntad la que se objetiva tanto en las ideas como en la música, sólo que de un modo diferente en cada ámbito, aunque no se dé ninguna semejanza inmediata, sí ha de haber un paralelismo, una analogía entre la música y las ideas, cuya manifestación en la pluralidad e imperfección es el mundo visible.
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Como la esencia del hombre consiste en que su voluntad anhela, se satisface y anhela de nuevo, y así continuamente, su dicha y bienestar se reducen a que ese tránsito del deseo a la satisfacción y de ésta hacia un nuevo deseo avance rápidamente, dado que un retraso en la satisfacción supone sufrimiento y un lánguido anhelo del nuevo deseo supone aburrimiento; en correspondencia con ello, la esencia de la melodía es un continuo apartarse del tono fundamental, extraviándose por mil caminos, no sólo hacia los niveles armónicos, hacia la tercera y la dominante, sino hacia cualquier tono, hacia la séptima disonante y las escalas extremas, pero siguiendo siempre un retorno final hacia el tono fundamental; por todos esos caminos la melodía expresa los polifacéticos anhelos de la voluntad, pero también la satisfacción mediante el hallazgo final de un intervalo armónico y el reencuentro con el tono fundamental. La invención de la melodía, el descubrimiento de los más profundos secretos del querer y el sentir humanos en ella, es la obra del genio, cuyo efecto se evidencia aquí como por doquier lejos de toda reflexión e intencionalidad consciente, y puede ser llamado una inspiración. El concepto es aquí infructuoso, como siempre lo es en el arte; el compositor revela la esencia íntima del mundo y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que no comprende la razón, al igual que un sonámbulo hipnótico las explicaciones sobre cosas acerca de las cuales no tiene concepto alguno una vez despierto. Por eso en un compositor el hombre se disocia y se diferencia del artista más que en cualquier otro caso. El concepto muestra su menesterosidad y sus límites incluso en la explicación de este maravilloso arte, mas pese a ello quiero intentar llevar a cabo nuestra analogía. Tal como el rápido tránsito del deseo hacia la satisfacción y de ésta hacia un nuevo deseo supone dicha y bienestar, asimismo resultan alegres las melodías vivaces sin grandes extravíos; las melodías lentas plagadas de dolorosas disonancias y que sólo se remiten al tono fundamental mediante muchos compases resultan tristes, como análogas de la satisfacción ardua y retardada. El retraso de una nueva agitación de la voluntad, la languidez, no puede tener otra expresión que el tono fundamental sostenido, cuyo efecto se hace insoportable en seguida; a éste se aproximan las melodías muy monótonas e insípidas. Las composiciones cortas y asequibles de la música de baile parecen hablarnos de una dicha ordinaria; en cambio, el allegro maestoso de grandes composiciones, con períodos largos y amplias digresiones, designan un anhelo más noble, tendente a un objetivo lejano y a su logro fi nal. El adagio habla del padecimiento de un gran y noble anhelo que desdeña toda dicha nimia. ¡Mas cuán maravilloso es el efecto del la menor y el do mayor! Cuán asombroso resulta que el cambio de un semitono puesto en tercera menor en vez de mayor nos infunda tan súbita como inevitablemente un medroso sentimiento de pena, del que nos libera instantáneamente el do mayor. El adagio en la menor consigue expresar un dolor supremo, al volverse un lamento estremecedor. La música de baile en tono menor parece designar la pérdida de una dicha nimia que uno debería desdeñar, parece hablarnos de la consecución de una meta ínfima entre tormentos y penalidades sin cuento. La inagotabilidad de melodías posibles responde a la inagotabilidad de la naturaleza en la variedad de individuos, fisionomías y cursos vitales. El tránsito de una tonalidad a otra suprimiendo cualquier hilazón con la precedente se asemeja a la muerte en cuanto fin del individuo, mas la voluntad que se manifiesta en éste vive tanto antes como después, manifestándose en otros individuos cuya consciencia no tiene ninguna conexión con la del primero.
Pero al constatar todas estas analogías jamás cabe olvidar que la música no tiene una relación directa con ella, sino tan sólo una mediación mediata; pues la música nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el “en-sí” de todo fenómeno, la voluntad misma. Por ello no expresa esta o aquella alegría singular y concreta, esta o aquella aflicción, o dolor, o espanto, o júbilo, o regocijo, o serenidad, sino la alegría, la aflicción, el dolor, el espanto, el júbilo, el regocijo, la serenidad mismos en abstracto, lo esencial de tales sentimientos sin accesorios, sin los motivos que inducen a ellos. Pese a lo cual los comprendemos perfectamente en esta nuda quintaesencia. A ello se debe que nuestra fantasía se vea tan fácilmente suscitada por la música y trate de dar forma a ese mundo sobrenatural e invisible, pero sin embargo tan vivo que nos interpela directamente, para revestirlo con carne y hueso, materializándolo en un ejemplo análogo. Tal es el origen del canto con palabras y finalmente de la ópera, cuyo texto justamente por eso nunca debería abandonar este lugar subordinado para convertirse en lo principal y hacer de la música un mero medio de su expresión, lo cual es un enorme desacierto y un grave absurdo. Pues la música sólo expresa siempre la quintaesencia de la vida y de sus procesos, nunca estos mismos, cuyas diferencia jamás desembocan en ella. Esta universalidad tan propia y exclusivamente suya, junto a una exacta precisión, es justamente lo que le confi ere el alto valor que tiene como panacea de todo nuestro padecer. Por lo tanto, cuando la música intenta ceñirse a las palabras y amoldarse a los acontecimientos, se esfuerza en hablar un lenguaje que no es el suyo. Nadie se ha guardado tanto de este error como Rossini; de ahí que la música de éste hable tan clara y puramente su propio lenguaje, hasta el punto de que no precisa de las palabras y por eso también surte todo su efecto al ser interpretada con simples instrumentos orquestales.
* Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, España, FCE/Círculo De Lectores, Tomo I, 2005.
1 Cfr., Leibniz, Epístolas a diversos teólogos, juristas, médicos, fi lósofos, matemáticos, historiadores y filólogos, recopiladas por [Christian] Kortholtus [Leipzig, 1734; vol. i], carta 154.
Fuente: La Gaceta 444, FCE, diciembre 2007
Cortesía: Gabriel Pulecio Mariño en Factor Serpiente
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