Por tres veces entré en contacto con camellos y aquello concluyó en circunstancias trágicas.
«Tengo que enseñarte el mercado de camellos», decía mi amigo, justo tras mi llegada a Marrakesh. «Tiene lugar todos los jueves por la mañana ante la muralla en Bab-el-Khemis. Se encuentra realmente apartado, al otro lado de los muros de la ciudad; es mejor que te lleve.» Llegó el jueves y nos dirigimos hacia allí. Era algo tarde cuando llegamos a la inmensa plaza frente a la muralla de la ciudad ya casi al mediodía. La plaza estaba medio vacía. Al otro extremo, unos doscientos metros más allá de nosotros, había un grupo de personas; pero no vimos ningún camello. Los animales pequeños, con los que la gente se entretenía eran burros por lo general; la ciudad se encontraba repleta de ellos; portaban todo género de cargas y solían ser tan mal tratados que no deseaba ver más. «Llegamos demasiado tarde», dijo mi amigo. «El mercado de camellos ha terminado.» Me condujo hasta el centro de la plaza para convencerme de que verdaderamente no había nada más que ver.
Pero antes de que se detuviese vimos cómo se dispersaba un grupo de gente. En medio de ella apareció un camello erguido sobre tres patas, la cuarta le había sido atada al cuerpo. Tenía puesto un bozal rojo, una cuerda le atravesaba el ollar, y un hombre que se mantenía a cierta distancia trataba de hacerle avanzar de este modo. El camello corría un trecho hacia adelante, se paraba y saltaba entonces curiosamente sobre sus tres patas hacia arriba. Sus movimientos eran tan inesperados como inquietantes. El hombre que debía guiarlo, cejaba siempre en su empeño; temía acercarse demasiado al animal y no parecía nada seguro cómo se comportaría éste a continuación. Pero tras cada sobresalto tiraba de nuevo y esto le permitió arrastrar al animal muy lentamente en una determinada dirección.
Permanecimos parados y bajamos la ventanilla del coche; nos rodearon niños pedigüeños, por encima de sus voces mendicantes oíamos los gritos del camello. Una de las veces saltó con tal fuerza hacia un lado que el hombre que lo guiaba perdió la cuerda. Las personas que se encontraban a cierta distancia se alejaron. La atmósfera que rodeaba al camello estaba cargada de miedo, pero más miedo sentía aún el camello. El guía corrió un trecho junto a él y con la velocidad de un rayo agarró la cuerda que serpeaba por el suelo. El camello saltó lateralmente hacia arriba en un movimiento ondulante, pero no logró soltarse, siendo arrastrado de nuevo.
Un hombre, en el que no habíamos reparado hasta entonces, apareció tras los niños que rodeaban nuestro automóvil, se apartó a un lado y nos explicó en un francés entrecortado: «El camello tiene rabia. Es peligroso. Lo conducen al matadero. Hay que tener mucho cuidado.» Adoptó un gesto grave. Entre frase y frase oíamos los gritos del animal.
Le dimos las gracias por su información y nos fuimos entristecidos de allí. Durante los días siguientes hablamos con frecuencia del camello rabioso; sus desesperados movimientos nos habían dejado una huella profunda. Habíamos ido al mercado con la esperanza de ver centenares de esos apacibles y curvilíneos animales. Pero en la gigantesca plaza sólo encontramos uno, sobre tres patas, atado, en su última hora; mientras todavía luchaba por su vida nos fuimos de allí.
Días después pasamos frente a otro sector de las murallas de la ciudad. Anochecía, el resplandor rojo se extinguía sobre el muro. Retuve en mis ojos tanto como me fue posible la imagen del muro y me regocijé ante su progresiva mutación cromática. Divisé en su sombra una gran caravana de camellos. La mayoría se había dejado caer sobre sus rodillas, otros permanecían todavía en pie. Unos hombres con turbante en la cabeza se movían laboriosos, pero tranquilos, entre ellos; era la imagen del sosiego y el crepúsculo. El color de los camellos se convirtió en el del muro. Nos apeamos y nos mezclamos entre los animales. Cada docena cumplida de ellos se arrodillaba en círculo alrededor de un montón de forraje dejado caer por los camelleros. Estiraban el cuello, tomaban el alimento con la boca, echaban la cabeza hacia atrás y rumiaban plácidamente. Los observamos atentamente y vimos que tenían rostro. Se parecían entre sí y al mismo tiempo eran muy diferentes. Recordaban a viejas damas inglesas que, dignas y visiblemente aburridas, compartían el té, incapaces de ocultar la malicia con que escrutaban cuanto les rodeaba. «Éste es mi tía, de verdad», dijo mi amigo inglés, al que advertí sutilmente del parecido con sus compatriotas, y pronto descubrimos algún que otro conocido. Nos sentíamos orgullosos de haber tropezado con aquella caravana de la que nadie nos había hablado. Contamos ciento siete camellos.
Un muchacho se acercó y nos pidió alguna moneda.
Su cara era de un color azul oscuro, al igual que sus ropas; era arriero y su apariencia similar a la de los «hombres azules» que viven al sur del Atlas. El color de sus vestidos, así se nos había dicho, comparte el de la piel, y, de este modo, todos, hombres y mujeres, son azules, la única raza azul. Procuramos alguna información sobre la caravana de nuestro joven arriero, agradecido por la moneda recibida. Pero tan sólo dominaba unas pocas palabras en francés: Venían de Gulimin, tras veinticinco días de camino. Esto fue todo cuanto pudimos entender. Gulimin se encontraba lejos al sur, en el desierto; y nos preguntábamos si la caravana de camellos habría cruzado el Atlas. También nos hubiese gustado saber cuál sería su próxima meta, ya que no podría ser éste, al pie de los muros de la ciudad, un buen final de trayecto y los animales parecían fortalecerse para esforzados trabajos futuros. El muchacho azul oscuro, incapaz de decirnos nada más, se esmeró en atenciones hacia nosotros y nos condujo hasta un delgado y todavía esbelto anciano con turbante blanco que se mostró respetuoso. Hablaba un buen francés y respondía locuazmente a nuestras preguntas. La caravana venía desde Gulimin y era cierto que llevaba ya veinticinco días de camino.
«¿Y hacia dónde continúa?»
«No muy lejos», confesó. «Se venden aquí mismo para la matanza.»
«¿Para la matanza?»
Ambos nos sentimos consternados; incluso mi amigo que en su país es un furibundo cazador. Pensábamos en el largo peregrinaje de los animales, en su belleza en el ocaso, en su ensimismamiento, en su apacible banquete; y acaso también en aquellas personas que nos habían permitido recordar.
«Para la matanza, sí», repitió el anciano. Había algo de abrupto en su voz, como de cuchillo mellado.
«¿Se come aquí mucha carne de camello?», pregunté. Buscaba ocultar mi turbación mediante preguntas de circunstancias.
«¡Muchísima!»
«¿Sabe bien?, nunca la he comido.»
«¿Jamás ha comido carne de camello?» Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió: «¿Nunca ha comido carne de camello?» Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se nos servía otra cosa que carne de camello, y se lo debió pensar mucho antes de instarnos a que la comiésemos.
«Es muy buena», sugirió.
«¿Cuánto cuesta un camello?»
«Varía. De 30.000 a 70.000 francos. Se lo puedo mostrar, aunque hay que entenderlo.» Nos condujo hasta un hermosísimo animal de color claro y lo hizo moverse con un bastoncillo, que hasta entonces me había pasado desapercibido. «Este es un buen animal. Tiene un valor de 70.000 francos. El propietario incluso lo ha montado. Podría utilizarlo aún durante muchos años. Pero ha preferido venderlo. Con el dinero puede comprar dos animales jóvenes, ¿comprenden ahora?» Lo comprendíamos todo. «¿Ha venido usted con la caravana desde Gulimin?», inquirí.
Rechazó esta insinuación algo molesto. «Yo soy de Marrakesh», afirmó orgulloso. «Compro animales y los vendo a los matarifes.» Sólo sentía desdén hacia los hombres que habían atravesado tan largo camino, y de nuestro joven y azul arriero dijo: «Ése no sabe nada.»
Pero él quería saber de dónde éramos y ambos le dijimos escuetamente: «de Londres». Sonrió y pareció un poco inquieto: «Estuve durante la guerra en Francia», confesó. Su edad daba claramente a entender que hablaba de la primera guerra mundial. «Estuve junto a los ingleses. No me llevé bien con ellos», añadió rápidamente y un tanto quedo. «Pero hoy la guerra ya no es guerra. Ya no es el hombre quien cuenta, la máquina lo es todo.» Dijo algo más sobre la guerra, que sonó más bien resignado. «Eso ya no es guerra.» Asentimos al respecto y pareció olvidar que veníamos de Inglaterra.
«¿Están vendidos todos los animales?», pregunté todavía.
«No. No se pueden vender todos. Los que quedan continúan hacia Settat. ¿Conocen ustedes Settat? Está camino de Casablanca, a ciento setenta kilómetros de aquí. Allí se encuentra el último mercado de camellos. Los demás se venden allí.»
Le dimos las gracias, y se despidió sin más reverencia. No volvimos a caminar entre los camellos; habíamos perdido la ilusión necesaria para ello. Casi había oscurecido cuando abandonamos la caravana.
La imagen de los animales no me abandonaba. Pensaba con recelo en ellos, pero también como si desde siempre hubiesen depositado su confianza en mí. El recuerdo de su último banquete se unía al de la conversación sobre la guerra. La idea de visitar el mercado de camellos el jueves próximo permanecía aun así viva en nosotros. Decidimos partir por la mañana temprano; y, quizás, esperábamos obtener esta vez una impresión menos sombría de su existencia.
Volvimos frente a la puerta de El-Khemis. El número de animales que encontramos no era demasiado grande: se perdían en la amplitud de la plaza que resultaba difícil de llenar. A un lado se alineaban de nuevo los burros. No nos acercamos a ellos y permanecimos con los camellos. Reunidos en grupos de tan sólo tres o cuatro, e incluso a veces uno sólo junto a su madre. En principio nos parecieron todos tranquilos. Lo único ruidoso eran grupos pequeños de hombres que regateaban enérgicamente. Pero nos pareció como si los hombres, algunos de ellos entre los animales, desconfiasen; no se acercaban demasiado a ellos o tan sólo lo hacían cuando era verdaderamente necesario.
No transcurrió mucho tiempo cuando nos llamó la atención un camello que parecía resistirse contra algo; gruñía, rezongaba y giraba la cabeza enérgicamente hacia todas partes. Un hombre intentaba ponerlo de rodillas, y como no le obedeciese, le ayudó a bastonazos. De entre las otras dos o tres personas que se encontraban a la cabeza del animal y se ocupaban de él, destacaba uno en particular: Era un hombre fuerte, recio, de faz oscura y tremenda. Permanecía firme, sus piernas como enraizadas al suelo. Con enérgicos movimientos de los brazos pasó una cuerda por el tabique nasal del animal que previamente había perforado. Hocico y cuerda se tintaron de rojo por la sangre. El camello se contorsionaba y chillaba, y pronto comenzó a bramar frenéticamente; por último, tras haberse arrodillado, saltó de nuevo e intentó zafarse, mientras el hombre tiraba de la cuerda con mayor ahínco. La gente ponía todo su empeño en sujetarle, y aún estaba ocupada en ello, cuando alguien nos abordó y dijo en un francés entrecortado:
«Lo huele. Huele al matarife. Fue vendido para la matanza; ahora va al matadero.»
«Pero, ¿cómo puede olerlo?», preguntó mi amigo, incrédulo.
«El que está ante él es el matarife», y señalaba al hombre hosco y macizo que nos había llamado la atención. «El matarife viene del matadero y huele a sangre de camello, y eso no le gusta al camello. Un camello puede ser muy peligroso. Cuando tiene la rabia, llega por la noche y mata a la gente que duerme.»
«¿Cómo puede matar a la gente?», le pregunté.
«Mientras las personas duermen viene el camello, se arrodilla sobre ellas y las ahoga. Hay que ser muy precavido. Las personas perecen antes de que despierten. Sí, el camello tiene muy buen olfato. Cuando reposa de noche junto a su amo, ventea ladrones y despierta al amo. Su carne es buena. Debe comerse. Ca donne du courage. Al camello no le gusta estar solo. Solo no va a ninguna parte. Cuando un hombre trata de llevar su camello a la ciudad, tiene que encontrar otro que le acompañe. Tiene que pedir uno prestado, de lo contrario no lleva su camello a la ciudad. No quiere estar solo. Yo estuve en la guerra. Tengo una herida, miren, aquí», y se señaló el pecho.
El camello se había calmado un poco y volví la mirada por primera vez hacia el orador. El pecho parecía hundido y el brazo izquierdo estaba rígido. El hombre me resultaba conocido. Era pequeño, flaco y muy serio. Me preguntaba dónde lo había visto antes.
«¿Cómo se mata a los camellos?»
«Se les corta la yugular. Tienen que desangrarse. Si no no se les debe comer. Un musulmán no debe comerlos si antes no han sido desangrados. No puedo trabajar por culpa de esta lesión. Por eso hago aquí un poco de guía. Hablé con ustedes el pasado jueves, ¿recuerdan al camello rabioso? Yo estaba en Safí cuando llegaron los americanos. Luchamos contra los americanos, pero no mucho; entonces fui reclutado por el ejército americano. Allí habia muchos marroquíes. Estuve con los americanos en Córcega y en Italia. Estuve en todas partes. El alemán es un buen soldado. Lo peor fue el Casino. Aquello sí que fue grave. De allí me viene la lesión. ¿Conocen ustedes el Casino?»
Comprendí poco a poco que se refería a Monte Casino. Me hizo una descripción de la amarga batalla, y estuvo, él, de ordinario tranquilo e impasible, tan vivaz en ello como si se tratase de los criminales antojos de camellos rabiosos. Era un hombre sincero; creía lo que decía. Pero había divisado un grupo de americanos entre los animales y rápidamente se encaminó hacia ellos. Se esfumó tan aprisa como había aparecido, y lo encontré bien; yo había perdido de vista y de oído al camello que ya no bramaba, y deseaba volverlo a ver.
Pronto lo encontré. El matarife lo había puesto en pie. Se arrodillaba de nuevo. Dio un respingo que otro con la cabeza. La sangre del ollar se había extendido aún más. Sentí cierto alivio por los escasos y engañosos momentos en los que se le dejaba solo. Pero no pude mirar mucho tiempo y salí de allí a hurtadillas, pues ya conocía su destino.
Mi amigo se había retirado durante el relato del guía; iba tras el rastro de cualquier inglés. Le busqué, y cuando lo hube encontrado, al otro extremo de la plaza, había ido a parar junto a los burros. Quizás se encontraba aquí menos incómodo.
Durante el resto de nuestra estancia en la roja ciudad no volvimos a hablar de camellos.
En Las voces de Marrakesh (1967)
Trad.: José-Francisco Yvars (se extraña a Miguel Sáenz y Juan José del Solar)
Valencia, 1996
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