Por favor, comprended que no pretendo haber sido un niño prodigio de ninguna especie. No tuve un genio precoz para el ajedrez o las matemáticas o la sitar. Sin embargo, aunque sólo sea en mis incontrolables aumentos, he sido siempre prodigioso. Como la ciudad misma, Bombay de mis penas y alegrías, me convertí de la noche a la mañana en una inmensa expansión urbana de un solo hombre, me expandí sin tiempo para una planificación adecuada, sin pausas para aprender de mis experiencias o de mis errores o de mis contemporáneos, sin tiempo para la reflexión. ¿Cómo podría haber resultado otra cosa que un desastre?
Mucho de lo que era corruptible en mí se ha corrompido; mucho de lo que era perfectible, pero también susceptible de ser demolido, se perdió.
[…]
Al aceptar lo ineludible, le perdí el miedo. Os diré un secreto sobre el miedo: es un absolutista. Con el miedo, se trata de todo o nada. O bien, como un tirano intimidante, domina vuestra vida con omnipotencia estúpida y cegadora, o bien lo derrocáis, y su poder se desvanece en una bocanada de humo. Y otro secreto: la revolución contra el miedo, el logro de esa caída aparatosa del déspota, no tiene casi nada que ver con el «coraje». Se deriva de algo mucho más sencillo: la simple necesidad de continuar con vida. Yo dejé de sentir miedo porque, si mi tiempo en la Tierra estaba limitado, no tenía segundos que perder teniendo miedo. El mandamiento de lord Khusro repetía el lema de Vasco Miranda, del que encontré otra versión, años más tarde, en un relato de Conrad: Tengo que vivir hasta que me muera.
Yo heredé el don de mi familia para dormir. Todos dormíamos como niños cuando la tristeza olos problemas aparecían. (No siempre, es cierto: los insomnios con apertura de ventanas y lanzamiento de ornamentos de Aurora da Gama, a los trece años, fueron una antigua, pero importante excepción a esa regla.) De forma que, en los días en que me sentía mal, me echaba y me desconectaba —me «cerraba», hubiera dicho Vasco- como una luz; y confiaba en «abrirme» en mejor disposición de ánimo. No siempre funcionaba. A veces, en mitad de la noche, me despertaba y lloraba, gritaba lastimeramente pidiendo amor. Los estremecimientos, los sollozos venían de algún lugar demasiado profundo para ser identificable. Con el tiempo, acepté también esas lágrimas nocturnas, como prenda que tenía que pagar por ser excepcional; aunque, como ya he dicho, no tenía ningún deseo de serlo: quería ser Clark Kent, no una especie de Supermán. En nuestra hermosa mansión, hubiera acabado mis días en calidad de acaudalado hombre de mundo como Bruce Wayne, con «pupilo» o sin él. Pero, por muy ardientemente que lo deseara, no podía desconocer mi naturaleza secreta, esencialmente de murciélago.
Trad. Miguel Sáenz
Barcelona, Plaza & Janés, 1995
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