8 de julio de 2009

Salman Rushdie sobre la fotografía [El momento decisivo] en "El suelo bajo sus pies"




Joseph Nicéphore Niépce - Primera fotografía desde su ventana (1826)


Niepce, me inclino ante ti. Gran Nicéforo, me quito la boina. Si Daguerre ―como el titán Epimeteo― fue uno de los que abrieron esa caja de Pandora, desencadenando los “clicks” y “snaps” incesantes, el interminable “flash” y carrete de fotos, fuiste tú sin embargo, ¡gran anarquista!, quien robó el don de visión permanente de los dioses, de la transformación de lo visto en recuerdo, de lo real en lo eterno ―es decir, el don de la inmortalidad― y se lo diste a la humanidad. Oh titánico vidente, ¿Prometeo del filme? Si los dioses te han castigado, si estás encadenado a una columna muy alto en algún Alpe mientras un buitre te mastica las tripas, consuélate con la noticia. Acaba de saberse: los dioses están muertos, pero la fotografía está viva y coleando. ¿Olympus? ¡Bah! Hoy es sólo un nombre de cámara.

La fotografía es mi forma de entender el mundo.

Cuando mi madre murió, la fotografié, fría en su lecho. Su perfil era espantosamente descarnado, pero todavía bello. Brillantemente iluminada contra la oscuridad, con las sombras excavando grandes huecos en sus mejillas, parecía una reina egipcia. Pensé en la faraona Hatshepsut, a la que también Vina se semejaba, y entonces lo comprendí. “Mi madre se parecía a Vina”; o a como podría haber parecido Vina si hubiera llegado a vieja y hubiera muerto en la cama. Cuando hice copias de 8 x 10 de la fotografía que más me gustaba, escribí “Hat Cheap Suit” por detrás, con un grueso rotulador negro.

Cuando mi padre murió, lo fotografié antes de que cortaran la cuerda. Pedí que me dejaran solo con él y gasté un rollo de película. En la mayoría de las fotos evité el rostro. Estaba más interesado en la forma en que las sombras caían por su cuerpo oscilante, y en la sombra que él mismo arrojaba en las primeras luces, una larga sombra de hombre más bien pequeño.

Pienso que esos actos eran respetuosos.
Cuando se fueron, fui por las calles de la ciudad que los dos habían amado a sus estilos diferentes e irreconciliables. Aunque aquel amor me había oprimido y sofocado a menudo, ahora lo quería para mí, quería volver a tener a mis padres amando lo que ellos amaban y convirtiéndome así en lo que ellos habían sido. Y la fotografía era mi medio de lograr educarme en su amor. De manera que fotografié a los trabajadores de la urbanización de Cuffe Parade mientras iban con equilibrio perfecto por el brazo de una viga a cien pies sobre el suelo. Capté para mí la vorágine de cestos de paja del mercado de Crawford y tomé posesión también de las figuras inertes que había por todas partes, durmiendo en la dura almohada de las aceras, con el rostro vuelto hacia las orinosas paredes, debajo de carteles de películas escabrosas con diosas pechugonas de labios de almohadón. Fotografié eslóganes políticos sobre edificios “art dekho”, y niños sonriendo a través del dedo del zapato de la gigantesca Anciana. Era fácil ser un fotógrafo perezoso en Bombay. Era fácil hacer una foto interesante y casi imposible hacer una buena. La ciudad bullía, se reunía para mirar fijamente, se daba la vuelta y no se preocupaba. Al mostrármelo todo no me decía nada. Adondequiera que apuntaba mi cámara ―“¿No es Jugoso? ¿No es jugoso?”― parecía vislumbrar algo que valía la pena tener, pero normalmente era algo excesivo; demasiado vistoso, demasiado grotesco, demasiado acertado. La ciudad era expresionista, te gritaba, pero llevaba una máscara de dominó. Había putas, funámbulos, transexuales, estrellas de cine, inválidos, multimillonarios, todos ellos exhibicionistas, todos oscuros. Estaba la infinitud estremecedora, terrible, de la multitud de la estación de Churchgate por la mañana, pero esa misma infinitud hacía que fuera imposible de conocer; estaban los pescados que clasificaban en el malecón del muelle de Sassoon, pero toda aquella actividad no me enseñaba nada: era sólo actividad. Los portadores de almuerzos llevaban las tarteras de la ciudad a su destino, pero las tarteras guardaban su misterio. Había demasiado dinero, demasiada pobreza, demasiada desnudez, demasiado disfraz, demasiada furia, demasiado bermellón, demasiado púrpura. Había demasiadas esperanzas destruidas y mentes estrechadas. Había mucha, demasiada luz.

Empecé a mirar en cambio a la oscuridad. Ello me llevó a utilizar la ilusión. Componía las fotografías con zonas claramente delineadas de luz y sombra, las componía con un cuidado tan maníaco, que la zona de luz de una imagen correspondía exactamente a la negrura de otra. En el cuarto oscuro que me había preparado en el antiguo apartamento de mi padre, combinaba esas imágenes. Las fotografías que resultaban eran a veces deslumbrantes en sus perspectivas mezcladas, a veces confusas, en ocasiones ilegibles. Prefería las oscuridades compuestas. Durante algún tiempo, comencé a disparar deliberadamente en la oscuridad, recogiendo vida humana de la falta de luz, delineándola con tan poca luz como podía[...].




Traducción de Miguel Sáenz
Plaza & Janés Editores, S.A.
Título original: “The Ground Beneth Her Feet”
Primera Edición: mayo 1999
Véase W. Benjamin - Pequeña historia de la fotografía
en Ignoria



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