Inventé un país.
Era la guerra. Aparte de mi abuelo Julien, no había ningún hombre en casa. Mi madre era una mujer de cabellos muy negros, la piel del color del ámbar, unos ojos grandes bordeados de pestañas que parecían un dibujo al carbón. Ella pasaba mucho tiempo al sol, me acuerdo de la piel de sus piernas, brillante sobre las tibias, por las que me gustaba deslizar los dedos. No teníamos gran cosa que comer. Las noticias que nos llegaban eran muy alarmantes.
Sin embargo, conservo de mi madre en aquella época el recuerdo de una mujer alegre y despreocupada, que tocaba melodías en la guitarra y cantaba. Le gustaba leer también, y es de ella de quien he heredado la convicción de que la realidad es un secreto, de que es soñando cómo se está cerca del mundo.
Mi abuela paterna era muy distinta. Era una mujer del norte, de los alrededores de Compiègne o de Amiens, de un largo linaje de campesinos cerrados y autoritarios. Se llamaba Germaine Bailet, y ese nombre contenía todo lo que ella era, avara, terca, voluntariosa.
Era muy joven cuando se casó con mi abuelo, un hombre de otra época, un ex profesor de geografía que había dimitido para consagrarse al estudio del espiritismo.
Se aislaba en su escritorio a fumar cigarrillo tras cigarrillo de tabaco negro, leyendo a Swedenborg. Jamás hablaba de eso. Salvo una vez, cuando al verme leer una novela de Stevenson había dicho en un todo definitivo: “Harías mejor en leer tu Biblia”. Su contribución a mi crianza se detuvo allí.
Mi madre tenía un nombre único. Un nombre dulce y ligero, que evocaba su isla, y que se llevaba bien con su risa, sus canciones y su guitarra. Se llamaba Rosalba.
La guerra, es cuando se tiene hambre y frío. ¿Siempre hace más frío mientras duran las guerras? Mi abuela Germaine sostenía que las dos guerras que ella había conocido, la primera, la “Grande”, y la otra, la “cochina guerra”, habían estado marcadas las dos por veranos tórridos, seguidos de inviernos de espanto. Ella contaba que en el verano de 1914, en su pueblo, las alondras cantaban: “¡Este estío, este estío!” Y no fue hasta el día en que fijaron los carteles con la orden de movilización, a mediados de agosto, que los campesinos comprendieron.
Mi abuela no había hablado de pájaros que cantaran en el verano de 1939. Pero contaba que mi padre había partido en medio de una tormenta. Había besado a su mujer y a su hijo, se había alzado el cuello bajo la lluvia, y no había regresado jamás.
En la montaña hacía frío a partir de octubre. Llovía todas las noches. Los arroyos corrían por el centro de las calles, haciendo una música triste. Había cuervos en los campos de papas, mantenían una suerte de reuniones, sus graznidos colmaban el cielo vacío.
Vivíamos en el primer piso de una vieja casa de piedra, a la salida del pueblo. La planta baja estaba compuesta por una gran pieza vacía que antaño había servido de depósito, y cuyas ventanas fueron tapiadas por orden de la Kommandantur.
Es el olor de aquel tiempo lo que yo no puedo olvidar. Una mezcla de humo, de moho, un olor a castañas y a repollos, un algo de frío, de inquietante. La vida pasa, uno corre aventuras, se olvida. Pero el olor permanece, a veces resurge, en el momento en que uno menos lo espera, y con él regresan los recuerdos, la longitud del tiempo de la infancia, del tiempo de la guerra.
La falta de dinero. ¿Cómo la adivina un niño de cuatro, cinco años? Mi abuela Germaine hablaba de eso algunas tardes, mientras yo me dormía a medias sobre mi plato vacío. “¿Cómo vamos a hacer?
Hace falta leche, legumbres, todo cuesta caro.” No es dinero lo que falta, sino tiempo. Los medios para no pensar más en el tiempo, para no tener miedo del día que se acaba, del día que recomienza.
La sala de estar era la cocina. Las habitaciones eran sombrías y húmedas. Sus ventanas miraban a una pared rocosa, cubierta de musgo, en la que el agua parecía caer en continua cascada. La cocina estaba del lado de la calle, iluminada por dos ventanas sobre las cuales mi abuela, al caer la noche, fijaba papel azul para el toque de queda. Es allí donde pasábamos la mayor parte de la jornada. Incluso en invierno, siempre había sol. No teníamos necesidad de cortinas, porque no había nadie enfrente. La calle, en ese lugar, era la carretera que iba hacia las montañas. Por allí no pasaba casi nadie. Una vez por día, en la mañana, el esforzado autobús subía la cuesta con un ruido ahogado de gasógeno.
Cuando lo oía venir, yo me precipitaba a la ventana, para ver ese insecto de metal, sin nariz, cuyo techo estaba cargado de trastos atados con hilos debajo de las lonas. La parada del coche estaba un poco más abajo, sobre la plaza, delante del puente. Inclinándome yo alcanzaba a ver, por encima de los campos de hierbajos, los techos del pueblo y la torre cuadrada de la iglesia, con su esfera de reloj con números romanos. Nunca llegué a leer la hora, pero me parece que debía marcar siempre el mediodía.
La cocina, en primavera, se llenaba de moscas. Mi abuela Germaine sostenía que eran los alemanes quienes las habían traído.
“Antes de la guerra no había tantas.” Mi abuelo se burlaba de ella. “¿Cómo puedes estar segura? ¿Las has contado?” Pero ella no daba el brazo a torcer. “Ya en el 14 las vimos llegar. Los boches las traían en canastos, eran ellos quienes las soltaban, para desmoralizarnos.”
Para luchar contra los insectos, mi abuela desplegaba papeles adhesivos colgados de la ampolla eléctrica. Por falta de medios, ella utilizaba todas las mañanas el mismo rollo, que limpiaba cada noche. Pero al mismo tiempo sacaba el poco de cola que quedaba y muy pronto, tratándose de una trampa, el rollo les servía a los insectos más bien de pértiga. Mi abuelo, por su parte, tenía un método más radical. Armado de una palmeta veinte veces remendada, salía de caza todas las mañanas, y no aceptaba desayunar hasta que había derribado un buen centenar de moscas. El hule no era el escenario de esos combates. Mi abuela Germaine había prohibido terminantemente que se aplastase ninguna mosca sobre él, por razones de higiene.
En cuanto a mí, ese hule era el principal decorado de mi vida. Era una tela de las más ordinarias, bastante gruesa, de un brillo un poco aceitoso y que despedía un olor a azufre y a caucho, mezclado a los perfumes de la cocina.
Allí comía, dibujaba, soñaba y, en ocasiones, dormía. Estaba decorado con motivos que no sé si representaban flores, nubes u hojas, quizá todo eso a la vez. Allí mi abuela preparaba la comida con mi madre, picando las legumbres y los trozos de carne, pelando zanahorias y papas, nabos, topinambures. Mi abuelo Julien elaboraba allí la mixtura que fumaba, mezcla de trocitos de tabaco, matas de zanahorias secas y hojas de eucalipto. Al mediodía,cuando sus suegros hacían la siesta, mi madre Rosalba me daba la lección. Con el libro abierto, me leía las historias.
Después me llevaba a pasear hasta el puente, para mirar el río. La noche llegaba muy rápido en el invierno. Pese a los gorros de lana y a las pieles de cordero, estábamos siempre tiritando. Mi madre se quedaba un momento vuelta hacia el sur, como si esperase a alguien. Yo la arrastraba de la mano, para volver a la casa. A veces nos cruzábamos con niños del pueblo, con mujeres vestidas de negro. Podía ser que mi madre intercambiara algunas palabras. Para ganar un poco de dinero, por la noche cosía sobre el famoso hule. Yo creo que fue apoyado en ese mantel que por primera vez pensé en un país imaginario.
Estaba ese grueso libro rojo que leía mi madre, y que hablaba de Grecia, de sus islas. Yo no sabía lo que era Grecia. Tan sólo palabras. Afuera, en el frío corredor del valle, por la plaza de la iglesia, en las tiendas adonde yo acompañaba a mi madre y a mi abuela cuando iban a comprar leche o papas, allí no había palabras. Sólo el sonido de las campanas, el ruido de las galochas sobre el empedrado, gritos.
Pero del libro rojo salían palabras, nombres. Caos, Eros, Gaia y sus hijos, Pontos, Océanos y Uranos, el cielo estrellado. Yo los escuchaba sin comprender. Se trataba del mar, del cielo, de las estrellas. ¿Yo sabía lo que era eso? No los había visto nunca. No conocía otra cosa que los dibujos del hule, el olor a azufre, y la voz canora de mi madre que leía. En el libro fue donde encontré el nombre del país de Urania. Tal vez haya sido mi madre quien inventó ese nombre, para compartir mi sueño. Vi al enemigo. Digo “el enemigo” porque no sabía quiénes eran, ni de dónde venían.
Mi abuela Germaine los odiaba tanto que no pronunciaba jamás su nombre. Los llamaba los boches, los fritz, los teutones, los hunos. Decía solamente “ellos”. “Ellos” han llegado.
“Ellos” han ocupado un pueblo. “Ellos” cortan las carreteras. “Ellos” destruyen casas.
Era una amenaza, algo apenas real. La guerra no tiene sentido para los niños. Primero tienen miedo, después se acostumbran. Cuando se acostumbran es cuando todo se vuelve inhumano.
Yo pensaba en la guerra sin creer en ella. Cuando iba al pueblo con mi madre, recogía guijarros por la ruta. “¿Qué vas a hacer con eso?”, me preguntó ella una vez. Yo metí las piedras en mis bolsillos. “Son para arrojarlas”, dije. Mi madre debió preguntar: “¿Arrojarlas contra quién?”. Pero había comprendido. No me hizo más preguntas.
Ella nunca hablaba de todo aquello, de la guerra, de los enemigos. Ese era su juego: hablar de otra cosa, pensar en otra cosa. La angustia debía resultarle insoportable. Algunas veces, por la noche, en lugar de cenar, ella iba a acostarse en la oscuridad.
El libro rojo, Urania, las leyendas de Grecia, todo eso contaba más para ella que lo que pasaba en las montañas. Al mismo tiempo, todas las mañanas salía, iba hasta el final de la ruta en busca de noticias, a escuchar lo que se decía, en la panadería, en las tiendas. Como si mi padre fuese a aparecer en la entrada del pueblo, bruscamente, tal como desapareció.
Era el otoño. Los enemigos estaban en el pueblo. Había un ruido de motores. No el autobús a gasógeno con su jadeo sibilante.
Motores que hacían una música en dos tonos, uno agudo, otro más grave. Esa mañana me despertó el ruido. Estaba solo en la habitación, tuve miedo. Los muros y el suelo temblaban. En la cocina vi a mi madre y a mi abuela paradas en el ángulo de la ventana. Habían descolgado el papel azul, el sol entraba a raudales hasta el fondo de la cocina. Eso le daba a todo un aire de fiesta. Mi abuelo Julien se había quedado sentado en su sofá, miraba delante de sí, noté que sus manos temblaban un poco.
“Daniel.” Mi madre murmuró mi nombre, y su voz estaba diferente. Cuando me acerqué a la ventana, ella me apretó contra sí, como para hacerme un escudo. Yo sentía el hueso de su cadera contra mi mejilla, y hacía esfuerzos por ver, poniéndome en puntas de pie.
Afuera, a lo largo de la calle, una columna de camiones avanzaba lentamente, el ruido de sus motores hacía temblar los vidrios. Ascendían por la carretera, tan cerca unos de otros que se los habría tomado por un tren.
Desde donde estaba yo, arrinconado entre el muro y la cadera de mi madre, sólo veía los toldos y los cristales de los camiones, como si nadie fuese a bordo de ellos.
Miraba el largo desfile de camiones, oía el estrépito de sus motores, los vidrios que temblaban, quizá los latidos del corazón de mi madre, mi cabeza apoyada en su costado, el miedo que colmaba la estancia, el valle. Aparte del ruido de los motores, todo estaba vacío. Ninguna voz. ¿Ladraban los perros en los patios? Aquello duró mucho tiempo. El rugido de los camiones parecía que no iba a terminar nunca. El enemigo remontaba el valle, se hundía en la garganta de la alta montaña, rumbo a la frontera. El sol brillaba en la pared de la cocina. Por encima de nosotros, el cielo era azul, todavía un cielo de verano. Sin duda las nubes se amontonaban en el Norte, sobre las cumbres de las montañas. Las moscas, trastornadas un momento por la vibración de los motores, habían recomenzado su danza encima del hule. Sin embargo a mi abuelo Julien ni se le ocurría cazarlas. Permanecía sentado delante de la mesa, la luz le daba de lleno, estaba pálido y muy viejo, muy alto y delgado, sus ojos atravesados por la luz, dos canicas transparentes, grisazules.
No sé por qué, es esa imagen de mi abuelo la que conservo, se ha superpuesto a todas sus fotos. Tal vez sea el vacío de su mirada, la palidez de su rostro lo que me permite comprender la importancia del acontecimiento que estábamos viviendo, el enemigo que pasaba bajo nuestras ventanas parecido a un largo animal de metal sombrío.
Mario murió esa mañana. Mario era como mi hermano mayor, a veces jugaba conmigo en el patio detrás de la casa.
Era joven, un poco loco. Más tarde imaginé que estaba enamorado de mi madre, pero es una simple suposición, pues ella nunca ha dicho nada de eso. Yo estaba en la cama de mi abuela, ensoñaba mientras miraba los rayos de sol que pasaban por debajo de la puerta.
Todos se habían ido muy lejos. Yo oía una voz que lla≠maba a mi madre, con un acento quejumbroso: “¡Rosalba!”. El rostro de mi padre era oscuro, pero no como si estuviese en sombras. Ennegrecido por el humo, más bien. “¡Rosalba!” repetía la voz, pero no era una voz de hombre, en realidad era la voz de mi abuela. Una voz lenta, que se arrastra sobre las sílabas. A menudo tengo ese sueño. Mi padre se fue cuando yo era un bebe, y sin embargo estoy seguro de que es él el que aparece, en el marco de una puerta, y yo tengo un miedo muy grande de oír la voz que llama a mi madre. No le he hablado de esto a nadie.
Esa mañana, durante el sueño, oí una cercano. Eso fue lo que me despertó.
Después, ya no sé lo que pasó. Mi abuela ha regresado de darles de comer a sus conejos, en el patio. Ha escondido los conejos detrás de los haces de leña para que no se los roben. De cuando en cuando mata alguno, y luego lo desuella. Sabe hacerlo muy limpiamente.
Un día la he visto, en el patio. El conejo estaba colgado de un clavo en la pared, en el suelo había un charco de sangre, las manos de mi abuela estaban rojas.
Más tarde, mi madre volvió de las compras. Había comprado una hogaza de pan, leche en un tarro de hierro, algunos nabos con sus hojas para hacer un caldo. Apoyó las compras sobre la mesa. Mi abuelo Julien bebía su achicoria a grandes sorbos, aspirando ruidosamente.
Por lo general, mi abuela lo regañaba: “¡No hagas ese ruido, es muy molesto!”. Pero ella no decía nada. Mi madre parecía triste. La oí cuchichear con mi abuela, hablaban de Mario. Yo no comprendí inmediatamente. Fue más tarde, mucho más tarde, después de la guerra. Mario transportaba una bomba que debía colocar en el puente. Es la ruta que toman los enemigos para ir hacia los collados.
Cuando comprendí que Mario había muerto, me vinieron otra vez todos los detalles. La gente se lo contaba a mi abuela de todas las maneras posibles. Mario iba por el campo, un poco más arriba, a la salida del pueblo.
Escondía la bomba en una bolsa, iba corriendo. Tal vez se haya enredado los pies en un montículo de tierra, lo cierto es que se cayó. La bomba hizo explosión. No se encontró nada de él. Era algo maravilloso.
Era como si Mario se hubiese escabullido hacia otro mundo, hacia Urania. Después pasaron los años, un poco lo he olvidado. Hasta ese día, mucho tiempo después, cuando el azar me reunió con
El joven más extraño que he conocido jamás.
Yo viajaba por el oeste mexicano, en un autobús que iba desde el puerto de Manzanillo hasta la ciudad de Colima. El autobús estaba atestado cuando subí a bordo, y me fui directamente al fondo, hacia el único lugar libre. No le presté atención a mi vecino inmediatamente, pero el autobús comenzó a rodar y él abrió la ventana corrediza a causa del calor. Me tocó el brazo para preguntarme por señas si el viento me molestaba. Como yo le respondí que al contrario me hacía bien, él esbozó una sonrisa y luego se puso a mirar por la ventana. Un momento después, volvió a girar hacia mí para decirme su nombre: “Raphaël Zacharie”. Yo me presenté: “Daniel Sillitoe”, y le tendí la mano. El muchacho vaciló antes de tomarla, y en lugar de estrecharla se contentó con tocar la punta de mis dedos con un rápido ademán.
Aparte de nuestros nombres, no se había pronunciado ninguna palabra.
Fue entonces cuando me di cuenta de la extrañeza de mi vecino de ruta. Para no tener que volver a ello, voy a trazar brevemente su retrato.
Llevaba el cabello moreno muy corto, tupido y erizado como los pelos de un puercoespín. Pero su rostro oscuro era redondo y suave, con rasgos indígenas, una nariz fina, pómulos anchos, unos ojos negros en forma de almendra desprovistos de pestañas y de cejas. Noté también la ausencia de lóbulo en su oreja.
Por otra parte mi compañero parecía más interesado en el paisaje que en lo que ocurría dentro del autobús. Permanecía inclinado hacia la ventana, con los ojos fruncidos a causa del viento y del polvo, mirando desfilar las calles de la ciudad, la gente en las veredas. El autobús hacía zumbar el motor, de cuando en cuando la estridencia de la bocina resonaba contra los muros de los edificios.
Después de la ciudad de Tecomán, atravesada dentro de una nube de polvo y de ruido, el autobús comenzó a rodar por una garganta que remonta el curso seco del río Almería. Luego trepó las laderas volcánicas.
Un poco más tarde, Raphaël me dirigió la palabra para mostrarme su reloj de pulsera, una cosa chillona con un cuadrante azul metalizado, de esos que venden ilegalmente en los accesos de los mercados.
La pulsera también era de metal, hecha de eslabones dorados. El muchacho me habló en español, con un acento un poco germánico. “Lo compré en manzanillo – me explicó–. Es mi primer reloj.” Yo dije un poco estúpidamente, porque no sabía qué responder, como un niño: “Es bonito. ¿Es un reloj a pila o a cuerda?”. Raphaël me miró con un aire un tanto condescendiente. “Sabes, adonde yo voy no hay nada eléctrico. Es a cuerda.” Raphaël se volvió.
Miró por la ventana, pensé que yo había dejado de interesarle. Luego, un largo momento después, me volvió a hablar. Me hizo preguntas sobre mi padre, sobre lo que hacía. Yo le dije que mi padre había muerto durante la guerra, cuando yo era un bebé, y que no me acordaba de él. Lo dije para simplificar. No podía decirle que mi padre había desaparecido, que yo nunca había sabido lo que le había ocurrido. “¿Y tu madre?” Vacilé antes de decirle: “Está vieja, yo creo que ya no tiene ganas de vivir, va a tener que irse a una casa con otros viejos, ya no sabe quién es”.
Raphaël me miraba sin comprender. “Dices cosas extrañas. ¿Cómo es que se puede no tener más ganas de vivir?” Y agregó: “Entre nosotros, la gente no es muy vieja, pero todos tienen ganas de vivir. No se les ocurre irse a una casa con otros viejos, esperan quedarse siempre con nosotros”.
Yo pregunté: “¿Dónde es, tu casa?”. No respondió enseguida. Después me dijo, y era la primera vez que yo oía ese nombre: “El lugar se llama Campos”. “Háblame de Campos”, le dije. Raphaël me miró con desconfianza. “Es un lugar como cualquier otro –respondió–. Allá no hay nada extraordinario. Es un pueblo, eso es todo.”
El joven había cambiado de expresión. De repente tenía un aire de reserva, de hostilidad. Comprendí que mi pregunta le había molestado, que había percibido la curiosidad.
Sin duda no había sido yo el primero en notar su manera de ser, su aspecto físico, sus ropas. Debía tener la costumbre de alejar a los importunos.
Pensé en otra manera de plantear mis preguntas que no fuese demasiado inquisidora, pero él pareció adivinar mis intenciones, porque comenzó a decir: “Si realmente quieres saberlo, yo nací en Québec, en Rivière-du-Loup. Cuando mi madre falleció, mi padre me llevó a Campos, porque ya no podía ocuparse de mí”.
Se detuvo un momento, creí que iba a continuar su historia, pero dijo: “Sabes, en Campos tenemos una costumbre. Cuando los muchachos y las muchachas han crecido (utilizó la expresión de los indios, desarrollado), tienen que dejar el pueblo e ir adonde quieran, para ver el mundo. Hay muchos que van a las grandes ciudades, a Guadalajara, o a México.
Los que tienen los medios se van a otros países, a los Estados Unidos o a Costa Rica. Yo quería ver el mar, porque he olvidado el mar desde que dejé mi país. Así que tomé el autobús para Manzanillo. Con el dinero que me han dado, compré muchos juguetes de plástico y los vendí en los mercados, o en las playas. Me compré un reloj. Ahora ya no me queda dinero, así que regreso a Campos. Eso es todo, no tengo nada más que decir sobre el asunto”. Parecía bastante contento de haber contado ese cuentito.
Y a mí me costaba creérselo. Me daba la impresión de alguien muy astuto bajo una máscara de ingenuidad infantil.
Tenía respuestas preparadas, y las utilizaba según la circunstancia. “¿Y te gustó el mar en Manzanillo?” Se distendió, recuperó su aire despreocupado.
“Es magnífico –dijo–. Es grande, muy grande, y las olas caen sobre la playa todo el tiempo, de día, de noche, ¿de dónde vienen?”
Me miraba con ojos brillantes. Comprendí que aquella no era una manera de hablar, sino de plantear la pregunta realmente. “No sé –respondí–. Del otro lado del mundo, de la China o de Australia, supongo.”
Mi respuesta no le satisfizo. Entonces volvió a hablar de Campos. “Sabes, Campos, allá donde yo vivo, es un pueblo muy pequeño, en el extremo de un valle, con una montaña muy alta encima.
Al principio, cuando yo llegué, creía que más allá de esa montaña no había nada, creía que era el fin del mundo. Pensaba en mi país, en Rivière-du-Loup, quería escaparme para volver allá. Después me olvidé, me acostumbré a vivir sin mi padre.
Estuve contento de ir a Manzanillo, de ver la ciudad con toda la gente, de ver el mar, al anochecer me sentaba en la playa y miraba las olas.”
El autobús escalaba la montaña por una ruta en zigzag. Ya no se veía el lecho del río Armería, ni las planicies áridas.
Editorial El cuenco de plata
Cortesía: Videoteca Aquilea
Leí los primeros párrafos. Espero conseguirlo en el original, en la Mediateca de la Alianza. Gracias por llamar la atención sobre este autor, cuyo nombre no me decía mucho.
ResponderBorrarSaludos.