19 de septiembre de 2008

Thomas Mann - Final de La muerte en Venecia





Tadrio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.

Deteniéndose al borde del agua, con la ca­beza baja, empezó a dibujar en la arena húme­da con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamen­te, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimien­to de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infi­nita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un recuer­do, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El con­templador estaba allí, sentado en el mismo si­tio donde por primera vez la mirada de aque­llos ojos de ensueño se había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un ador­mecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.

Pasaron unos minutos antes de que acudie­ran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.


Trad. Martín Rivas
Barcelona, Plaza & Janés, 1982



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