En el principio era el Todo y el Todo era el verbo sagrado y el verbo sagrado era el infinito silencio que ningún ruido, ningún sonido, ningún soplo había turbado.
Una vez concebido por el hombre, el Todo se abismó en la Nada y la Nada era el vocablo y el vocablo era el libro y el libro era la confusión. De esa confusión, ¿conoceremos alguna vez el alcance?
El acto de escribir ignora toda distancia. Elevar lo efímero -lo profano- al rango de lo perdurable -lo sagrado-, ¿no es ésta la ambición de todo escritor?
Así, la escritura, de una obra a otra, no sería más que el esfuerzo de los vocablos por agotar el decir -el instante- para refugiarse en lo indecible que no es lo que no puede ser dicho sino, al contrario, lo que ha sido tan íntimamente, tan totalmente dicho que no dice más que esa intimidad, esa totalidad indecible.
Lo profano y lo sagrado no serían, entonces, más que el preludio y el término de un mismo compromiso: el que consiste, para el escritor, en vivir la escritura hasta el umbral del silencio donde ésta lo abandonará; silencio insostenible desde donde el universo sorprendido emerge para perderse, a su vez, en el vocablo que lo asume.
Si admitiésemos que lo que nos inquieta, lo que nos altera, lo que nos pone febrilmente en cuestión es, en principio, profano, podríamos deducir que, de alguna manera, lo sagrado, en su persistencia desdeñosa, sería, por una parte, lo que nos paraliza, una especie de muerte perpetrada en el alma y, por otra parte, el decepcionante resultado del lenguaje, el último vocablo petrificado.
Asimismo, sería en su relación con lo profano y a través de él que lo sagrado se experimenta, no ya como sagrado sino como sacralización de lo profano ebrio de exceso; como prolongación indefinida del momento y no como eternidad ajena al instante; porque la muerte es cosa del tiempo.
¿No es, justamente, a través de la intervención de la palabra, incapaz de apropiarse del decir, como la eternidad toma conciencia de su incompatibilidad con el lenguaje?
Al Dios invisible le hacía falta un Nombre impronunciable.
Escribir -ser escrito- sería entonces, sin que nos diésemos cuenta obligatoriamente, pasar de lo visible -la imagen, la figura, la representación cuya duración es la de una aproximación- a la no-visibilidad, a la no-representación, contra las cuales lucha, estoico, el objeto; de lo audible, cuya duración es la de una escucha, al silencio en que, dócilmente, acaban ahogándose nuestras palabras; del pensamiento soberano a la soberanía de lo impensado, remordimiento y supremo tormento del verbo.
Escribir sólo consistiría, entonces, en facilitar ese intercambio de claves entre palabras. Es lo que yo llamaría la relación instintiva con el texto», decía él, de nuevo.
«Es obvio -había anotado- que la palabra azur evoca la palabra cielo pero no la revela. La palabra vacío, en cambio, podría revelarla. »Si escribo: Antes de ser negro, azul fue el vacío de mi alma, cubro, con esta única frase, toda la extensión del cielo.»
Trad. Sarah Martín
Cortesía El boomeran(g)Una vez concebido por el hombre, el Todo se abismó en la Nada y la Nada era el vocablo y el vocablo era el libro y el libro era la confusión. De esa confusión, ¿conoceremos alguna vez el alcance?
El acto de escribir ignora toda distancia. Elevar lo efímero -lo profano- al rango de lo perdurable -lo sagrado-, ¿no es ésta la ambición de todo escritor?
Así, la escritura, de una obra a otra, no sería más que el esfuerzo de los vocablos por agotar el decir -el instante- para refugiarse en lo indecible que no es lo que no puede ser dicho sino, al contrario, lo que ha sido tan íntimamente, tan totalmente dicho que no dice más que esa intimidad, esa totalidad indecible.
Lo profano y lo sagrado no serían, entonces, más que el preludio y el término de un mismo compromiso: el que consiste, para el escritor, en vivir la escritura hasta el umbral del silencio donde ésta lo abandonará; silencio insostenible desde donde el universo sorprendido emerge para perderse, a su vez, en el vocablo que lo asume.
Si admitiésemos que lo que nos inquieta, lo que nos altera, lo que nos pone febrilmente en cuestión es, en principio, profano, podríamos deducir que, de alguna manera, lo sagrado, en su persistencia desdeñosa, sería, por una parte, lo que nos paraliza, una especie de muerte perpetrada en el alma y, por otra parte, el decepcionante resultado del lenguaje, el último vocablo petrificado.
Asimismo, sería en su relación con lo profano y a través de él que lo sagrado se experimenta, no ya como sagrado sino como sacralización de lo profano ebrio de exceso; como prolongación indefinida del momento y no como eternidad ajena al instante; porque la muerte es cosa del tiempo.
¿No es, justamente, a través de la intervención de la palabra, incapaz de apropiarse del decir, como la eternidad toma conciencia de su incompatibilidad con el lenguaje?
Al Dios invisible le hacía falta un Nombre impronunciable.
Escribir -ser escrito- sería entonces, sin que nos diésemos cuenta obligatoriamente, pasar de lo visible -la imagen, la figura, la representación cuya duración es la de una aproximación- a la no-visibilidad, a la no-representación, contra las cuales lucha, estoico, el objeto; de lo audible, cuya duración es la de una escucha, al silencio en que, dócilmente, acaban ahogándose nuestras palabras; del pensamiento soberano a la soberanía de lo impensado, remordimiento y supremo tormento del verbo.
Escribir sólo consistiría, entonces, en facilitar ese intercambio de claves entre palabras. Es lo que yo llamaría la relación instintiva con el texto», decía él, de nuevo.
«Es obvio -había anotado- que la palabra azur evoca la palabra cielo pero no la revela. La palabra vacío, en cambio, podría revelarla. »Si escribo: Antes de ser negro, azul fue el vacío de mi alma, cubro, con esta única frase, toda la extensión del cielo.»
Trad. Sarah Martín
Foto: Edmond Jabès por David Mohor
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