A Alexis Romero
Cuando un árbol se desploma frente a uno
es porque en algún remoto lugar
hay una casa sobornada por el frío.
Los follajes recientes no claudican,
dejan para luego la prudencia de la savia.
Tampoco aguaceros repentinos
acaban con el dramático porvenir de las copas.
Pero un árbol
–digamos un abeto, una acacia, un samán–
no revierte el orden de los designios,
no se estremece en la gravedad de la niebla,
no pretende la infinita duermevela de los desiertos.
Un árbol se desmorona sin gracia,
jamás teme torturarse por error.
Si contemplamos su fatiga,
si alcanzamos a presenciar su crujir postrero,
es por un hábito de transcurrir en otra identidad.
Nunca comprendimos la maldición de persistir
en el verdor del aniquilamiento.
Pasamos de largo,
sostenidos por los desmanes de una tarde última,
ajenos a la frondosidad.
Cuando un árbol ha perecido a nuestro lado,
cuando poco faltó para que nos fustigara,
se olvida la soledad de esa pequeña catástrofe,
el impúdico gemido que en adelante sólo incumbe
a las aves, las ardillas
y a quien recogerá aquel inútil desastre de hojas.
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