La blanca tenía la lengua triste,
con esa tristeza de perro chico
que se siente impotente
para engullir las manos de los asesinos.
La negra era un dragón
con pinchos en la espalda
que solía mirar por el vidrio
con la ternura de un Cristo
,
de un Gandhi eterno,
portador de una melancolía nueva,
inadmisible.
(Cruzando la frontera vivía un oso,
sobreviviente estéril de una raza mágica
encargada de custodiar al que dormía
en cuna de mimbre trenzada por el tiempo.)
La negra cultivaba el respeto
por su madre
y la blanca enseñaba los tesoros ratones
a su hijastra
y en las noches de ánimas errantes
se juntaban en un dúo de lamentos
antes de la danza
en torno de la piedra.
(Cuentan que el oso cayó prisionero
de un cazador de animales ordinarios
y terminó en cobertor
de cuna de mimbre trenzada por el tiempo.)
Yo escarbé en la ausencia
cuando en diciembre vino la emboscada
y una guadaña roja se clavó en la frente
de la negra
y una guadaña ciega cercenó la tristeza
de la blanca
y la parca reía
y todo el mundo hablando sobre el alma
que es cosa de los hombres
y yo sin comprenderlos
y encima este recuerdo que me escarba las sienes
y todavía nada.
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