27 de febrero de 2007

Samuel Beckett: Mal visto mal dicho



Desde su jergón ve alzarse a Venus. Una vez más. Desde su jergón con tiempo claro ve a alzarse Venus seguida del sol. Se desata entonces en im­properios contra el origen de toda vida. Una vez más. A la tarde con tiempo claro goza con su revancha. Sobre Venus. Ante la otra ventana. Sentada rígida en su vieja silla espía a la radiante. Su vieja silla de abeto con barras y sin brazos. Emerge de los últimos rayos y cada vez más brillante decae y se abisma a su vez. Venus. Una vez más. Erguida y rígida permanece allí en la sombra creciente. Toda vestida de negro. Mantener esa posición es más fuerte que ella. Dirigiéndose de pie hacia un punto preciso a menudo se detiene súbitamente. No pudiendo continuar hasta mucho más tarde. Sin saber ya hacia dónde ni con qué motivo. De rodillas sobre todo le duele no permanecer así para siempre. Las manos una encima de la otra sobre un apoyo cualquiera. Como el pie sobre el jergón. Y su cabeza sobre ellas. Hela ahí pues como convertida en piedra de cara a la noche. Solos el blanco de los cabellos y el blanco ligeramente azulado del rostro y las manos huellan la oscuridad. Para un ojo que no tuviese necesidad de luz para ver. Todo esto en presente. Como si tuviese la desgracia de estar aún con vida.

La cabaña. Su emplazamiento. Cuidado. Ir. La cabaña. Hacia el inexistente centro de un espacio sin forma. Más bien circular que otra cosa finalmente. Llano claro está. Salir de él en línea recta le lleva de cinco a diez minutos. Según la velocidad y el radio. A ella le gusta -a ella que no sabe más que errar no erra nunca aquí. Abundan los guijarros cada vez más abundantes. La cizaña es cada vez más rara. Un enclave en mitad de una campiña rala el que ella conquista lentamente. Sin que nadie se oponga. Sin que se haya opuesto nunca. Como si se tratase de una fatalidad. ¿Qué hace una cabaña en semejante sitio? ¿ Qué puede haber venido a hacer allí? Cuidado. Antes de responder que en la época lejana de su erección el trébol llegaba hasta sus muros. Sobreentendiendo quien más lo es que él es el defectuoso. Y a partir de él como de un foco maléfico que el cómo decido mal que el mal se ha extendido. Sin que nadie haya preconizado nunca su demolición. Como si una fatalidad lo protegiese. Eso es. Guijarros calizos con un efecto extraño bajo la luna. Supuesto que con tiempo claro ella antagonice. Rápidamente entonces la anciana apenas recuperada de la puesta de Venus rápidamente a la otra ventana para ver surgir la otra maravilla. Como cada vez más blanca a medida que se eleva blanquea los guijarros cada vez más. Rígida en pie rostro y manos apoyados contra el cristal ella se maravilla durante largo tiempo.

Las dos zonas forman un contorno vagamente circular. Como esbozado por una mano temblorosa. ¿Diámetro? Cuidado. Mil metros. Menos. De media. Más allá lo desconocido. Felizmente. Impresión a menudo de estar bajo el nivel del mar. Sobre todo durante la noche con tiempo claro. Mar invisible aunque próximo. Inaudible. Bajo la hierba toda la superficie. Una vez sobrepasada la zona de guijarros. Salvo allí donde ella se ha retirado del suelo calizo. Mil manchas blancuzcas de importancia desigual. Espectáculo sobrecogedor bajo la luna. De hecho unas bestias solas unos ovinos. Luego de muchas vacilaciones. Son blancos y se contentan con poco. ¿De dónde venidos de repente? misterio y ¿adónde igualmente vueltos a ir? Sin pastos divagan a su manera. ¿Flores? Cuidado. Sólo algunos azafranes aún. En temporada de corderos. ¿Y el hombre? ¿Quitado de encima al fin completamente? Ah no. Pues ¿no se sorprenderá ella un día de no ver ninguno más? Sorprendida no ella no puede estar sorprendida. ¿Cuántos? Una cifra adviene que podría. Doce. Con los que llenar el pequeño círculo del horizonte. Alza los ojos del suelo a sus pies y ve uno. Se gira y ve otro. Así sucesivamente. Siempre a lo lejos. Inmóviles o alejándose. Nunca los vio venir hacia ella. O lo olvida. Ella olvida. ¿Son siempre los mismos? ¿La ven? Basta.

Un páramo habría solucionado mejor la cuestión. Pero no se trata de solucionarla mejor. Hacían falta corderos. Con razón o sin ella. Un páramo los habría permitido. Corderos para la blancura. Y por otras razones todavía oscuras. Otra razón. Y para que pudiese de repente no haber ninguna más. En temporada de corderos. Que de pronto ella pudiese alzar los ojos y no ver ninguno. Un páramo no los habría excluido. En fin lo hecho hecho está. Y qué corderos. Sin vivacidad alguna. Manchas blancas en la hierba. Apartados de madres indiferentes. Estáticos. Luego un momento de extravío. Luego estáticos de nuevo. Así sucesivamente. Decir que aún hay quien vive en estos tiempos. Tranquilidad.

Un lugar la atrae. Por momentos. En él se yergue una piedra. Blanca desde lejos. Ella es lo que la atrae. Rectángulo curvado tres veces más alto que ancho. Cuatro veces. Su estatura ahora. Su pequeña estatura. Cuando le sucede esto debe ir allí. No la ve desde el refugio. Sabría ir hasta allí con los ojos cerrados. Ya no se habla. Nunca se ha hablado mucho. Ahora nada en absoluto. Como si tuviese la desgracia de estar aún con vida. Pero en esos momentos a sus pies la plegaria. Lleváosla. Sobre todo por la noche con tiempo claro. Con o sin luna. La llevan y la detienen delante. Allí ella también como de piedra. Pero negra. Bajo la luna a veces. Las estrellas a menudo. ¿Le tiene envidia?

Para el imaginario profano la casucha parece deshabitada. Vigilada sin cesar no traiciona ninguna presencia. El ojo pegado a una u otra ventana no ve más que cortinas negras. Mucho tiempo inmóvil contra la puerta él escucha. Nada. Golpea. Nadie. Espía en vano por la noche el mínimo resplandor. Regresa de nuevo a su lugar y confiesa, Nadie. Ella no se muestra más que a los suyos. Pero no tiene suyos. Sí sí tiene uno. Que la tiene a ella.

Hubo un tiempo en que ella no aparecía sobre los pedregales. Mucho tiempo. No se dejaba pues ver salir ni regresar. En el que ella no aparecía más que en los campos. No se dejaba ver pues al abandonarlos. Sino como por encantamiento.

Pero poco a poco empezó a aparecer. Sobre los pedregales. Al principio oscuramente. Luego cada vez más nítidamente. Hasta dejarse ver en detalle franquear el umbral en ambas direcciones y volver a cerrar la puerta tras ella. Más tarde un tiempo en que no aparecía dentro de sus muros. Mucho tiempo. Pero poco a poco empezó a aparecer. Oscuramente. A decir verdad ese tiempo aún dura. Pese a que ella ya no esté allí. Desde hace mucho.

Sí dentro de su casa hasta aquí solamente en la ventana. En una u otra ventana. Absorta ante el cielo. Y sólo mal entrevistos hasta aquí un lecho en la noche y una silla espectral. Y en sus menudas idas y venidas esta forma repentina de plantarse allí. Y sus interminables genuflexiones. Pero poco a poco empieza a aparecer allí más nítidamente. Al mismo tiempo que otros objetos. Como bajo la almohada -como al fondo de un cajón cualquiera ese álbum que sale de la sombra. Que alguna vez él podrá quizás hojear con ella. Ver los viejos dedos pasar las hojas como puedan. Y cuáles podrán ser las imágenes que hacen inclinarse aún más la cabeza y dejada así mucho tiempo. Entretanto quién sabe no son más que flores desechadas. Aplastadas. Nada más.

Pero asirla vivamente allí donde se presta mejor. En los campos lejos de su casa. Franquear el pedregal y allí está. Siempre más nítida a medida que. Vivamente visto que ella sale cada vez menos. Por así decido únicamente durante el invierno. Invierno ella vaga por su casa durante el invierno. Lejos de su casa. Cabeza baja recorre la nieve a paso lento cambiando de sentido sin cesar. Es de noche. Aún hay una. Su larga sombra sobre la nieve la acompaña. Los demás están ahí. Todos alrededor. Los doce. A lo lejos. Inmóviles o alejándose. Alza los ojos y ve uno. Se gira y ve otro. Y de pronto se queda estática. Ahora es el momento o nunca. Pero algo se lo impide. Justo el tiempo de creer entrever el comienzo de una franja negra. Más tarde el rostro. Justo antes de que el ojo baje. Luego no ver en el sol rasante más que la nieve. Y corno todo alrededor las huellas de sus pasos se borran poco a poco.

¿Qué es lo que la protege? Incluso del suyo. Hace bajar la mirada en el acto de aprehender. Incrimina lo adquirido. Se impide adivinar. Ella sin defensa. Es la vida lo que acaba. La suya. La del otro. Pero tan diferentemente. Ella no necesita nada. De decible. Pero ¿y el otro? ¿Cómo tener necesidad al fin? ¿Cómo? ¿Cómo tener necesidad al fin?

Períodos en los que ella desaparece. Largos períodos. En época de azafranes sería en dirección a la tumba lejana. Tener aún eso en la imaginación. Sosteniendo por la rama inferior o sobre el brazo la cruz o la corona. Pero sus eclipses no tienen estación. De no importa qué momento del año a otro ella puede no estar ya allí. De repente ningún otro sitio que ver. Ni con el ojo de la carne ni con el otro. Luego de repente todo también allí de nuevo. Mucho tiempo después. Así sucesivamente. Cualquier otro renunciaría. Confesaría, Nadie. Nadie más. Cualquier otro que no fuese el otro. El otro espera que ella reaparezca. Para poder seguir. Seguir él -¿cómo decirlo? ¿Cómo decirlo mal?

El ojo mirando fijamente con dureza un detalle del desierto se llena de lágrimas. La loca de la casa se abandona a penas del corazón. Llega una noche en que la ausente oye el mar. Se recoge la falda para ir más deprisa y deja al descubierto sus botas y sus medias hasta la pantorrilla. Lágrimas. Ultimo ejemplo ante su puerta la baldosa que a fuerza de pisar su pequeño peso ha hollado. Lágrimas.

Antes de ser dejadas por las medias las botas tienen tiempo de ser mal abrochadas. Agotadas las lágrimas como así ocurre he aquí una hebilla más grande de lo normal. De plata deslustrada cuelga pisciforme de un clavo por el broche. Oscila apenas sin cesar. Como si la tierra temblase sin cesar en este sitio. Apenas. Una manija ovalada la abolladura evoca unas escamas. El ojo seco siempre remonta por la espinilla hasta el broche o gancho. De tanto estirar ha perdido su curvatura. Hasta el punto de parecer por momentos en desuso. Deformación fácil de corregir con unas tenazas. ¿Se habrá ocupado de eso alguna vez? Cuidado. Cada vez más lejos. Hasta ya no poder. No poder ya pesar sobre las ramas. Oh no por debilidad. Desde que cuelga inútilmente de un clavo. Vacilando insensiblemente sin cesar. Reflejos plateados ciertas tardes con tiempo claro. En ese momento primer plano. En el que contra toda razón domina el clavo. Mucho tiempo esta imagen hasta que bruscamente se difumina.

Ella está ahí. De nuevo ahí. Que el ojo fuera se deje distraer un momento. Al alba o durante el crepúsculo. Distraer por el cielo. Por algo en el cielo. Para que cuando se recobre la cortina ya no esté echada. Vuelta a abrir por ella para que pueda ver el cielo. Pero incluso sin eso ella está allí. De nuevo allí. Sin que la cortina se abra. De pronto está abierta. Un flash. ¡Lo repentino de todo! Ella rígida sin detenerse. En marcha sin arrancar. De ida sin irse. Sin regresar regresada. De pronto es de noche. O aurora. El ojo mira fijamente la ventana desguarnecida. Nada en el cielo la volverá a distraer. Mientras el suyo se queda en su cubil. ¡Crac! obturada. Nada se ha movido.

Ya todo se mezcla. Cosas y quimeras. Como en todas las épocas. Se mezcla y se anula. Pese a las precauciones. Si ella pudiese al menos no ser más que sombra. Sombra sin mezcla.






Traducción de Jenaro Talens
Manchas en el silencio
Tusquets, Marginales 106

Foto: Beckett photographed in Room 604
Hyde Park Hotel in London, 1980 by John Minihan


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