Salman Rushdie: Regreso a Jahilia (Los versos satánicos, VI)

26 de enero de 2010






Y Gibreel soñó:

En el oasis de Yathrib, los seguidores de la nueva doctrina de la Sumisión se encontraron sin tierras y, por lo tanto, pobres. Durante muchos años se mantuvieron con actos de bandidaje, atacando las ricas caravanas de camellos que iban o venían de Jahilia. Mahound no tenía tiempo para escrúpulos, dijo Salman a Baal, ni inquietudes acerca de fines y medios. Los fieles vivían de la delincuencia, pero durante aquellos años, Mahound —¿o tendríamos que decir el arcángel Gibreel?, ¿o tendríamos que decir Al-Lah?— se obsesionó por la ley. Gibreel se aparecía al Profeta entre las palmeras del oasis y dictaba preceptos, preceptos y más preceptos, hasta que los fieles llegaron a no poder soportar la idea de más revelación, dijo Salman; preceptos para cada puñetera cosa; si un hombre se pee, debe volver la cara al viento; un precepto sobre la mano que había que usar para limpiarse el trasero. Era como si no pudiera dejarse sin reglamentar ningún aspecto de la existencia humana. La revelación —la recitación— decía a los fieles cuánto debían comer, cuán profundamente debían dormir y qué posturas sexuales tenían la divina sanción, y así aprendieron que la sodomía y la postura misionera tenían la aprobación del arcángel, mientras que entre las posturas prohibidas estaban todas en las que la mujer quedaba encima. Gibreel especificó también los temas de conversación permitidos y prohibidos y marcó las partes del cuerpo que no podían rascarse, por mucho que picaran. Vetó el consumo de langostinos, esas extrañas criaturas de otro mundo, nunca vistas por un fiel, y mandaba que los animales se sacrificaran lentamente, desangrándolos, de manera que, viviendo plenamente su muerte, pudieran adquirir un conocimiento del significado de la vida, porque sólo en el momento de la muerte comprenden las criaturas que la vida ha sido real y no una especie de sueño. Y Gibreel, el arcángel, especificaba la manera en que debía ser enterrado un hombre y dividida su propiedad, por lo que Salman, el persa, empezó a pensar qué clase de Dios era aquel que hablaba como un comerciante. Fue entonces cuando tuvo la idea que destruyó su fe, al recordar, claro que sí, que el propio Mahound había sido comerciante, y muy próspero por cierto, una persona con dotes de organización y reglamentación, y, qué casualidad, disponer de un arcángel tan metódico que transmitía las decisiones administrativas de este Dios eminentemente corporativo aunque incorpóreo.

Salman empezó a advertir lo útiles y oportunas que solían ser las revelaciones del ángel, de manera que cuando los fieles discutían cualquier opinión de Mahound, ya fuera la viabilidad de los viajes espaciales o la eternidad del infierno, aparecía el ángel con una respuesta que siempre daba la razón a Mahound, y manifestaba categóricamente que era imposible que un hombre pudiera caminar por la luna, o se mostraba no menos rotundo en afirmar la naturaleza transitoria de la condenación: hasta los más grandes pecadores acabarían purificados por el fuego del infierno y tendrían acceso a los jardines perfumados de Gulistan y Bostan. Otra cosa habría sido, se lamentaba Salman a Baal, que Mahound hubiera expuesto su criterio después de recibir la revelación de Gibreel; pero no, él dictaba la ley y luego venía el ángel y la confirmaba; de manera que aquello empezó a olerme mal, y yo pensé: éste debe de ser el olor de esas criaturas fabulosas y legendarias, cómo se llaman, langostinos.


Los versos satánicos, Cap. VI, pp.202-203
Traducc. del inglés. J. L. Miranda
Madrid, 1989





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