Robert Walser - Escrito a lápiz
Microgramas 1 (1924-1925)

2 de noviembre de 2009





Duermo a pierna suelta


Duermo a pierna suelta. Creo poder decir que durmiendo soy una auténtica marmota. Por lo demás, me parece conmovedor que a una tal Judith se le antojara, no ha mucho tiempo, declarar lo siguiente: “El tipo besa que es una delicia”. Dedujo esta certeza de los libros que he ido publicando hasta la fecha, libros que su alma buena frecuentaba y de cuyo contenido se empapaba en sus horas muertas para distraerse lo indecible. Que yo siempre había sido un buen ciudadano, le decía en voz baja, con una ternura indescriptible, a la gente, la cual no alcanzaba a comprender la dimensión de estas amables palabras, ni se atrevía a desmentir rotundamente la afirmación y su supuesta trascendencia, ni tampoco a grabarla en los rincones de su conciencia como algo que está fuera de toda duda. Era ella de una belleza brillante, pardusca, que se esfuerza o esforzaba siempre en darme calabazas, quiero decir en lavar mi imagen ante mis conciudadanos, por no decir que la peinaba. Un servidor puede casi sumir a la gente en un profundo sueño, tanto les fatiga el relato de mis cientos de alegrías, con las que espero, grosero como soy, haber causado más de un disgusto a las mujeres de aquí, que son más pálidas y mejores. Oh, cuánto esfuerzo inútil por iniciar relaciones y volver a romperlas al instante, con gallardía, contiene esta suposición. A mí tanto me gusta llegar como marcharme, tanto llenar hasta el tope las maletas y demás como deshacerlas con decoro y suma prudencia. ¿A quién me estoy dirigiendo? ¿Sólo a un público íntegro? Y qué otra cosa voy a contar, si no un paseo realizado con toda la felicidad del mundo en el que abundaban las preguntas como: “¿Acaso le importaría decirme luego, así, rapidito, qué camino debo tomar?”. Y es que es completamente cierto, es decir, total, rigurosa y absolutamente cierto que iba yo abatido por el agujero negro y enorme de la noche de nuestro querido universo, tranquilo, maravillosamente secreto, y que de vez en cuando me salían unas arengas que, desde el estrado del camino rural, dirigía a la mismísima cara de la naturaleza cósmica. “Oh, hay que ver cómo roncas, querido amigo, al lado de esa mujer insuperable, aunque puede que tú no te enteres y lo hagas sin mala intención”, dije entre otras cosas, refiriéndome a un compañero de trabajo, a un hombre infatigable, distinguido, que se pasa el día dando vueltas a sus problemas y que no acababa de comprender por qué había desaparecido yo de manera tan extraña en una fonda para poder acostarme como es debido. La cosa me costó en sueños una puñalada, pues me desperté sobresaltado de lo más profundo de mi pesadilla, lanzando un enorme suspiro, después de lo cual me incorporé de un salto y exclamé: “Como vuelva a ocurrir...”. El dramatismo de mi actuación no fue más allá.

Ay, con qué dificultad me arrastré por la mañana, con el estómago vacío, hasta las delicias de un banquete de miel y mermelada de zarzamora, para, disfrutando del festín, trabar enseguida amistad con la chica para todo, una muchacha graciosísima que llevaba unas trenzas que eran un encanto, hasta que me aguó la fiesta un auténtico paleto, un tipo que se acercó dando zancadas y me puso un espejo delante del rostro para que viera mi cara de faldero, lo cual, como se comprenderá, a mí me tiene sin cuidado. No sin pensar que estaría bien pagar antes el cubierto, me marché con viento fresco, con fuerzas y la panza llena, y llegué, después de salvar una montaña achaparrada, al pueblo de Villmergen, donde antiguamente, aunque a mí me pese, combatieron entre sí los cristianos, que quizás habrían hecho mejor si, en lugar de enfrentarse, hubieran tratado de entenderse y de convivir sin demasiadas hostilidades. ¿Si se dan todavía hoy disputas religiosas con armas blancas de por medio? No lo creo. La humanidad se ha tornado muy sensata. Y más allá, después de pasar junto a ese castillo con cisnes que nadan en las aguas del foso, unas aguas que reflejan la torre del castillo, está Hallwil. Ay, si hubieran visto cómo almorcé en Baden una cabeza de ternera con patatas asadas, y oído cómo una camarera, en Bremgarten, me decía: “Vaya, vaya. ¿Así que quiere marcharse?”. En mi querida Zúrich, fui inteligente y aguardé frente a las puertas de más de un parque. Soy un experto en toda clase de exquisiteces, con ellas me desenvuelvo a la perfección. Aunque ustedes no se lo crean. Con el fin de comprender todo cuanto es comprensible, siempre que es necesario llevo conmigo la comprensión más pesada y a la vez ligera e inmensa, y aún tuve tiempo de darme una vuelta por Zug. A la pequeña ciudad se le humedecieron los ojos cuando al fin —al fin— pudo verme, y puede que mienta un poquito si digo que me estrechó entre sus viejos y fríos, aunque en cierto modo también cálidos, brazos, el suyo fue un abrazo medieval. Entonces metí una perra chica por la oportuna ranura de una hucha que recaudaba fondos en beneficio as de los pobres. Un frailecito tallado en madera llevaba en brazos a un niño pequeño. El hermanito estaba detrás de una rejita muy linda, y por la rejita estuve mirando con gran atención y carita de pícaro durante mucho, mucho tiempo. El lago de Zug se extendía como un manto de seda plateado ante unos ojos, los míos, que han visto, contemplado y asimilado muchas cosas, unos ojos siempre alerta y que se iluminan a todas horas. Comiéndome un salchichón que había comprado en una charcutería, saciado el apetito, presenté mis respetos al lago. Un hombre de pelo cano me mostró el lugar en que hace tiempo se anegaron algunas viviendas, mobiliario incluido, para no resurgir nunca más. Se visitó el ayuntamiento, y diez minutos más tarde, en un restaurante, alguien, o sea yo, se arrimó cariñosamente a una mujer que, vestida de verde, estaba sentada en una silla. Su esposo dijo que no quería presenciarlo y se retiro a la cocina; alguien irrumpió en la habitación revestida de madera y exclamó: “Va usted progresando, es admirable”. “Estará refiriéndose a mí”, pensé. Me sentí terriblemente halagado. “Fritz, pórtate bien o te echo a la calle”, gritó la voz de una criada. “No es posible que se refiera a mí; sería muy descarado”, me pasó por la cabeza. Comparó el cabello de la mujer, que tenía una cabeza griega, con la potabilidad —por no decir con el buqué— del vino, amén de con las nubes rojas y brillantes que había en el cielo, y luego dijo: “Dicen que Lisboa es extraordinariamente bella. Me lo acaba de contar un caballero, y yo lo repito ahora”. “Esta velada —añadí yo— me recuerda a una de esas veladas que he vivido como en trance. Me lo acaba de contar un caballero, y ahora lo repito yo. Uno vive en sus carnes el contenido de las palabras que ha oído, ¿no cree usted?”. Después de contemplar embobado una estufa, acariciar un perro, tutear a una camarera, escribir un poema, abandonar una idea y arrimarme a otra, me senté en un tren expreso que partió traqueteando conmigo y con todas las cosas con razón de ser agitándose en mi fuero interno y todas las nobles obligaciones que aún no había cumplido hiriéndome como un rayo. Está claro que no partió sólo conmigo, sino con todos los pasajeros. Los campos bailaban como una promesa incierta. Me permitirán, y es para mí un placer, subrayar que viajaba en segunda clase. El tren avanzaba como si tirase de él una cuerda, haciendo gala de una pericia que contagió a lo más profundo de mi agitado ser. Pensé en esto y en aquello; pensé, por ejemplo, en los pecados. Aunque dar cuenta aquí causaría muy mal efecto. A propósito: confesar las cosas más diversas en un mullido asiento —también vale, hasta cierto punto, un sillón— es un verdadero desahogo. Las sombras se cernían sobre mi rostro de viajero que miraba con ojos altivos. Ay, si hubieran visto el aspecto de un servidor: parecía a la vez un sinvergüenza y un hombre profundamente resignado. Quien se prodiga mucho o poco se pone sin quererlo una especie de máscara de mármol, como si no permitiera que nadie, ni siquiera él mismo, pudiera penetrarlo. Así que, sentado en el tren, podía oír cantar a mi propio ser. A última hora me tomé una buena sopa. ¿Y ahora? Ahora pongo todo eso por escrito. No me van a temblar las manos. Tengo el espíritu tranquilo y elevado. Y ahora resulta que la gente lee esto. Gente que no he visto nunca nunca nunca y que vive aquí o allá presta ahora atención a estas líneas que sin duda merecen ser leídas y que a mí me reportan unos emolumentos que me dejo en el cabaret.

No hace mucho estaba yo con Maximilian Harden y Walther Rathenau en el zoo de Berlín, y recuerdo con pelos y señales, pese a mi mala memoria, que en el fondo es una memoria excelente, que estuvimos hablando del Simplizissimus. Es curioso que de eso haga poco tiempo. Una noche hice una broma de mal gusto sobre Holitscher. La mujer de Paul Cassirer consideró que era feo por mi parte. En el fondo, claro está, tampoco a mí me pareció bonito.

Deberíamos burlarnos siempre sólo de nosotros, nunca de los demás. ¿Por qué le toleramos tan poco al resto de la gente? ¡Oh vida llena de flaquezas, pobre y rica, finita e infinita! Otro gallo cantaría si, pese a causar un disgusto, ofreciéramos siempre nuestra mano al disgustado. (Para quien se fortalece y debilita a la vez,/ para aquel cuya alma alcanza el despertar,/ la tarea más difícil es coser y cantar.) Pues en eso consiste precisamente el arte: en convertir la necesidad en una ventaja. ¡Transformación, cuántas posibilidades albergas!


A los dos les palpitaba el corazón

A los dos les palpitaba el corazón, aunque quizá no precisamente de pasión. En vano se hacían toda suerte de reproches. Ella, tan tierna, le reprochaba a él, no menos tierno, su falta de ternura. Hasta yo tartamudeo al describir el tartamudeo de él, por el que ella ponía siempre cara de disgusto. Sin embargo, estaba mucho más disgustada por culpa de su disgusto que por culpa de él. Por lo demás, no sé, no tengo la menor idea de si se trata sólo de una frase o es poesía meditada y trufada de citas. Si pienso en cómo empalidecían estos amantes al encontrarse el uno frente al otro, me convierto en una suerte de rosa blanca, que exhala la virtuosa y mortal falta de perfume. Temblaban en la dulzura de cuanto era reprobable, o, mejor dicho, habría sido imposible censurarlos desde cualquier punto de vista; además, hubieran muerto satisfechos, se los podría haber atado con facilidad y arrojado juntos a un lago, tal era el grado de resignación que habían alcanzado. Eran almas gemelas, estaban juntos como dos suaves mejillas en un rostro. No sé por qué él no la saludaba nunca por la calle, ni si ella se lo tomaba a mal, no creo, pues cuando lo veía no pensaba en nada, y tampoco él cuando la veía a ella, se miraban y punto, y cómo se comportaban no tiene en el fondo mucha importancia. Sólo les puedo decir que tenían miedo a besarse y que no les faltaban motivos para ello, de modo que no necesitaban buscar con lupa una causa. Cuando él le rozaba las puntas de los dedos, ella sentía un placer y una emoción tan grandes que tenía que sentarse en una silla. Con su mirada llena de felicidad, él la había convertido en su glorieta, abanicada por los perfumes de la primavera. A ella eso le gustaba, pero le pidió que tuviera en cuenta qué iba a pensar la gente de ella si la veía ponerse la mano en el pecho con un gesto de entrega, como hacía para sofocar la alegría que le provocaba sentirse objeto de los divinos deseos de él y de la que parecía que iba a reventar. Por lo que puedo contar, una vez estuvieron mucho tiempo sin verse, más o menos medio año. Él se había escondido de ella para poder abrazarla con más ganas, lo que, en su opinión, y según la orientación algo rara de sus principios, sólo podía realizarse tras una larga ausencia, y apenas se le ocurrió pensar en qué es lo que podía mientras tanto pensar ella de él, aunque no se equivocó al decirse que ella nada se diría y que seguiría guardándole cariño. Su corazón seguía siendo suyo, y es más que probable que ella lo supiera. Les debo todavía una explicación acerca del beso que se dieron, aunque lo cierto es que me da mucho apuro librarme de la deuda y ofrecerles una descripción. A las cosas más bellas no les gusta demasiado ajustarse a las palabras, y sin embargo creo que podré decirlo. Se habían hecho tanto daño que les parecía casi imposible soportar los esfuerzos que debían hacer para lograr un poco de intimidad. Por cierto que he vuelto a escaquearme de tratar tan hermoso asunto para hacer lo que más me apetece —divagar en la maleza de las nimiedades—, y por poco vuelvo a olvidar de qué quería hablar. No me pidáis que os reproduzca a todo color los encantadores ojos de ella. Vivía en una guarida que acabó transformando en una dehesa, en un aromático jardín. Cuando una esclava adopta maneras de reina... Pero me detengo, pues me acabo de sorprender a punto de decir algo trivial, todos tenemos nuestro orgullo y nos sentimos también en cierto modo humillados. En fin, que ella no era ninguna excepción. Se perdieron el uno al otro, pero ¿qué significa “perderse el uno al otro?” cuando se trata de dos personas que se quieren de verdad. Sólo se perderían si dejaran de quererse, pero esto último no ocurrirá nunca. Si lo hubierais visto llorar por ella, qué hermoso estaba, como un muchacho que adora a su madre, como un niño que tiende la mano tímidamente, y la dicha por ese dolor maravilloso, y las ganas que tenía de acariciarla con ese dolor, cómo le lavó los pies con sus lágrimas, que a él le parecían deliciosas, y la alegría de mirar luego a la gente con los ojos brillantes, húmedos. Ella era tan hermosa como tímida. Algunas ya tienen a quién parecerse.


Excusas baratas

¡Ah, qué mala es la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Las excusas baratas son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivina algo tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bien podrían ser las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no es laborioso necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana. Una buena excusa barata es como una fortaleza. Los fundamentos no son ni de lejos tan sólidos como lo que uno no precisa justificar si alega con notable habilidad excusas baratas. Una buena excusa es un acorazado, no les aconsejo que se enfrenten a ella. Sí, el alma humana es una caja llena de maldad. Quién lo iba reconocer con más desparpajo e intensidad que el autor de estas líneas, venerado en todas partes. Lo adoran porque es un gran amante de la verdad y siempre tiene a mano alguna que otra excusa. Dar una buena excusa de esas que testimonian sangre fría ante un auditorio es tan oportuno como hacerlo ante una sola persona o personaje, como, por ejemplo, ante unos amigos a los que aprecias. El cemento no presenta ya tanta dureza como ciertas disculpas que suenan muy suaves. Ante una disculpa no hay nada que hacer porque nos parece un gesto amable. Sólo los bellacos se disculpan, afirmo. Ah, eso es terrible, ¡y me duele el corazón! Me sangra el alma porque la tengo llena de excusas, ¿y qué son las excusas sino asesinos que atacan por la espalda? Gracias a Dios hay más gente que tiene el alma atestada de excusas baratas; si no, no me atrevería ya ni a mirar el sol. Pero, mientras digo todo esto, ¿no estoy utilizando otra vez la más encantadora de las excusas? ¿Hasta qué punto no me acuso, empeñado como estoy en disculparme, en lugar de considerarme el único pecador de este mundo y desahogarme con esta alegre y generosa confesión? ¿Por qué no he ido todavía a ver a mi amada para decirle lo mucho que la quiero? No he ido porque temía que mis confesiones pudieran dañarla. Tiene una salud muy delicada. ¿Ven, señoras y señores, qué otra excusa tan maravillosa, tierna y sin lugar a dudas también barata? Por culpa de eso me sangra el corazón. En realidad, mi alma sangra por el resto de almas sangrantes que se avergüenzan de todas sus excusas y disculpas. Yo me avergüenzo de estar sensiblemente preocupado, lo que no vuelve a ser sino una excusa perfecta, redonda como una bola, de la que debería huir, pero no lo haré porque me encanta. Todos los que emplean excusas baratas se ríen de ellas, sí, pero les encantan. De modo que nos alegramos por nuestra maldad. ¡Oh, Dios! ¡Qué clase de criaturas tan lamentables somos! Aunque, bien mirado, tampoco está tan mal que sea así, ¿no? Me quejo tanto de mí como de los demás. He llegado lejos, muy lejos en el arte de presentar disculpas y de recrearme con la consiguiente y rápida excusa. Sin embargo, todos tenemos nuestros defectos, eso es algo que me consuela, ya que el consuelo va siempre tapizado de nuevo ingenio. Una cosa sí sé: las excusas baratas nos hacen interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.


El bosque de Díaz

En un bosque pintado por el francés Narcisse Virgile Díaz de la Peña (1807-1876) aparecían una madrecita y un niño. Estaban más o menos a una hora de camino del pueblo. Nudosos, los troncos de los árboles hablaban la lengua de un mundo arcaico. La madre dijo al hijo: “Creo que no deberías pegarte tanto a mis faldas. Como si yo estuviera sólo para ti. Tontito, ¿en qué estás pensando? A ti, pequeñín, te gustaría que los grandes dependieran de ti. Ay, qué tontería. Es hora de que en tu cabeza de chorlito entre un poco de reflexión, y para que eso suceda te voy a dejar solo. Ahora mismo dejarás de agarrarte a mí con tus manitas, asqueroso, pesado. Tengo motivos para estar enfadada contigo, y creo que lo estoy de verdad. Al fin y al cabo, a ti hay que hablarte en buen romance, porque, si no, serás toda tu vida un niño desvalido y de penderás constantemente de tu madre. Para saber cuánto me amas, tendrás que depender de ti mismo, ir a casa de extraños y servirles, y durante un año, o dos, o incluso más tiempo, no oirás más que palabras duras. Sólo entonces sabrás lo que he sido para ti. Si no me separo de ti, no podrás conocerme. Sí, hijito, no te esfuerzas, no tienes ni idea de qué es el esfuerzo, por no hablar de la ternura, ingrato. Tenerme siempre te convierte en un lerdo. Entonces no piensas siquiera un minuto, y eso es precisamente la lerdez. Deberías trabajar, hijo mío, y serás capaz de ello, si quieres, y no tendrás más remedio que quererlo. Tan cierto como que estoy aquí contigo en el bosque que pintó Díaz, deberás ganarte la vida con el sudor de tu frente para que en tu interior no termines convirtiéndote en un degenerado. Muchos niños se embrutecen porque se los ha mimado demasiado y nunca piensan ni aprendieron a pensar. Más tarde se convierten en damas y caballeros aparentemente hermosos y distinguidos, pero siguen siendo egoístas. Para protegerte de eso, para librarte de la crueldad y para que no te entregues a la estupidez, te trato rudamente, pues un trato demasiado esmerado no produce más que personas inconscientes y desconsideradas”. Al oír el discurso, el niño abrió los ojos lleno de espanto y se puso a temblar, y otro temblor recorrió las hojas del bosque de Díaz, pero los troncos, robustos, aguantaron. El follaje que había en el suelo murmuró: “Parece que lo que hay en este pequeño relato es muy sencillo, pero hay épocas en las que todo cuanto es sencillo y fácil de comprender escapa totalmente a la razón humana y por ello se entiende sólo con mucho esfuerzo”. Eso es lo que murmuró el follaje. La madre se había ido. El niño estaba solo. Le esperaba la tarea de orientarse en el mundo, que también es un bosque, de aprender a tener una mala opinión de sí mismo y de quitarse de encima la autocomplacencia para empezar a complacer.


Fue en aquella época, oh, en aquella época

Fue en aquella época, oh, en aquella época, cuando yo pasaba unos días soleados, jóvenes, estúpidos, anodinos y despreocupados en la pequeña ciudad de Thun, célebre por sus hermosos paisajes. Esa realidad montañesa, y luego de nuevo esa habitación vieja y oscura en la que, por así decirlo, me escondía. ¿Me escondía? ¿Por qué digo eso? No tiene ningún sentido. De momento lo digo así, sin más, y luego ya veremos si vuelvo sobre ello. ¿Y ahora qué? Ajá, ese resplandor. Sí, sí, esa dulce música como de violines, esa pieza de Viena, como quien dice medio muerta, olvidada. Sí, sí, eso es. Por lo demás, es probable que luego hable de eso con todo lujo de detalles. Será un placer volver a hacer hincapié, ya lo creo, en ese resplandor. Ahora, antes que nada, bueno, cómo decirlo en dos palabras, estábamos en la pequeña ciudad de Thun, en la que me escondía, en cierto modo, como discreto empleado de una caja de ahorros. Fue en aquella época, oh, en aquella época, cuando, en un majestuoso arrebato, le escribí a un hombre sumamente culto estas palabras: “¡Se lo ordeno!”. Fue una locura, sin duda. Pero ¿para qué se es joven, si no es para comportarse más o menos como un loco? Espero que me comprendan y recuerdo de nuevo ahora a esa dama altiva que vi hace poco en una película y que me emocionó maravillosamente con su vestido de amazona, tan ceñido. Jugueteaba con su fusta y parecía despreocupada y muy muy desdichada. Ah, qué impresión tan profunda e imborrable ejerció esa imagen sobre mí. Soy incapaz de describirla como se merece. Y en aquella época, en Thun, recibí una carta de un hombre en apariencia amable, y este hombre —puede que más tarde hable abundantemente de él— le hacía de lector a esa dama altiva que miraba a la vida sin ataduras, y ese lector editaba de hecho en aquellos días, que me siento con derecho a calificar de radiantes, una revista, una suerte de magazín en el que se publicaron unos poemas que por entonces se me ocurrieron de modo totalmente espontáneo, sin muchas ceremonias, sin pedir la conveniente autorización al respecto, saliendo de mí sin más, sobre lo cual me extenderé luego, si puedo, con más detalle. El vestido de la dama altiva me pareció de terciopelo, y así lo era en efecto, y todo su entorno se batía en duelo por ella. Inspiraba a todo el mundo un profundo respeto, y acariciaba con sus maravillosas manos perros delgados, blancos como la nieve, apacibles, y de esta manera erraba por las alturas de su vida sin hallar el camino, y yo estaba allí sentado y debía contemplar todo eso y pensaba en Thun, y luego ella se ponía a practicar esgrima con sus zapatos de tacón, y luego se presentaba alguien que quería hablar con ella. Puedo decir que la película me cautivó. Claro que me gustaría hablar de eso aún con más detenimiento, pero de momento me doy por satisfecho y les pido que lo estén ustedes también, pues en unos tiempos tan difíciles como los nuestros es absolutamente necesario que todos seamos educados, cariñosos y afables, igual que antaño lo fue Goethe, después de todo. Oh, qué orgulloso estoy de esta pequeña expresión, “después de todo”, no puedo ni decir cuánto. La señora, me refiero a esa que en la película mandaba y brillaba con grandeza, no encontraba en ningún lugar paz verdadera. De modo que estaba muy desasosegada.

¿Entienden ustedes ahora el alcance de mis palabras? En particular estaba insatisfecha con su matrimonio y buscaba, cómo no, consolarse de esa situación. Aunque, si lo logró o no, ¿quién puede saberlo? ¡Oh, qué sombrero tan majestuoso y triste llevaba! Viajaba con frecuencia. Su pobre esposo se quedaba en casa, sentado, la cabeza apoyada en las manos, y se sentía solo. Y también yo estaba sentado en la sala de proyecciones. Puede que vuelva sobre ese estar sentado, si ustedes me lo permiten. Les juzgo lo suficientemente indulgentes para hacerlo. Es tan simpático, tan extraordinariamente agradable tener una buena opinión de la gente. Trato de procurarme este placer tan a menudo como puedo, y en el fondo lo consigo casi siempre, motivo por el cual la gente me envidia muchísimo, quiero decir: a millones. Me envidio esta envidiabilidad. ¿Entienden lo que quiero decir? Y volvamos ahora a ese lector al cual he dicho que volvería llegado el caso. Me pregunto cómo se llama. Puede que aún viva, y podría molestarle que dijera su nombre. Hay que andar con cuidado para no ofender a nadie. Este es uno de nuestros deberes más nobles y elevados. Puede que esa que estaba en lo más alto de la existencia leyera de vez en cuando poesía, etc. O quizás también pintara. Lo cierto es que tenía una serie de castillos idílicamente situados y, no obstante, siempre parecía como si le faltara algo. De eso hablaremos quizás más adelante. ¿Les parece bien este género de ensayo que no avanza, verdad? ¿Les gusta? Ciertamente, lo que es yo, creo en la discreción a raudales. Estoy completamente aturdido por mi obra, dulcemente agobiado; creo que es algo hermoso. Nuestra inseguridad nos confiere calma, y la seguridad, es decir, la determinación, nos da a menudo motivos para estar inseguros. Y así me gustaría creer que os he dado una idea suficiente de mi respeto por esa mujer tan respetable que mantenía a un lector que, una vez, hace muchos años, me escribió una carta extremadamente amable y al que no nombraré por delicadeza, lo cual ya he señalado humildemente y lo digo de nuevo porque no es baladí, pues también ustedes, sin duda, creerán que es oportuno que nos respetemos unos a otros y considerarán este respeto como algo precioso e importante. Entretanto, adiós. Me llaman a la mesa.




Traducción: Juan de Sola Llovet y María Condor

Robert Walser (Suiza, 1878-1956). 

Toda su obra en español ha sido editada por Siruela. 
Dentro de los tomos más recientes se cuenta La habitación del poeta.

Cortesía: ddooss


Nota

En 1977 Carl Seelig, último amigo y albacea de Robert Walser, declaró que el legado literario del escritor suizo eran unos papeles cubiertos en su totalidad por jeroglíficos escritos en la clave compulsiva de alguien que había perdido contacto con la realidad. Lo que quiso decir Walser desde su aislamiento voluntario en un sanatorio mental, se convirtió en uno de los grandes misterios de la literatura. Hoy, sin embargo, después de 15 años de minuciosa reconstrucción caligráfica por parte de los académicos Werner Morlang y Bernhard Echte, esas 526 hojas y papeles de distinto formato han sido descifrados. No se trataba de ningún código hermético, sino de clásica escritura Sütterlin (que se enseñaba en las escuelas a principios del siglo XX), sólo que trazada a lápiz y con caracteres minúsculos. Presentamos cinco piezas de las contenidas en estos legajos, tomadas del libro Escrito a lápiz. Microgramas 1 (1924-1925), recién editado por Siruela.


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