Salman Rushdie – El último suspiro del Moro (final - spoiler)

2 de septiembre de 2009




Salman Rushdie caricatura



Oh, estoy lleno de sangre. Hay sangre en mis manos temblorosas y en mi ropa. La sangre mancha estas palabras mientras las escribo. Oh, qué vulgaridad, qué estridente falta de ambigüedad la de la sangre. De qué mal gusto es, qué delgada... Pienso en los relatos de violencia de los periódicos, en meticulosos escribanos que resultan ser asesinos, en cuerpos en descomposición descubiertos bajo el piso de madera de la alcoba o el césped del jardín. En los rostros de los supervivientes que recuerdo: mujeres, vecinos, amigos. «Ayer nuestras vidas eran ricas y variadas —me dicen los rostros—. Luego ocurrió la atrocidad; y ahora sólo somos sus cosas, actores secundarios de una historia que no es la nuestra. Que nunca soñamos que pudiera ser la nuestra. Nos hemos aplastado; reducido.»

Catorce años es una generación; o tiempo suficiente para una regeneración. En catorce años, Vasco podía haber dejado que la amargura se filtrara de su cuerpo, podía haber limpiado su suelo de venenos y cultivado nuevos cultivos. Pero se había mirado en lo que dejaba atrás, marinado en lo que lo había desdeñado y en su propia bilis. También él era prisionero de aquella casa, su mayor capricho, que lo había atrapado en su propia insuficiencia, en su fracaso al tratar de acercarse a las alturas de Aurora; estaba preso en un estridente feedback de recuerdos, un griterío de memorias, cuya nota subía cada vez más, hasta que empezaba a romper cosas. Tímpanos; cristales; vidas.

Lo que temíamos llegó a ocurrir. Encadenados, aguardábamos; y llegó. Cuando había llevado mi historia hasta la habitación de rayos X, y Aurora había irrumpido a través del caballero lloroso, al mediodía, él vino a nosotros con su traje de sultán, con un gorro negro en la cabeza, el aro de llaves tintineando en su cinturón, la pistola en la mano y tarareando la saloma de los polvos de talco. Es una nueva versión hecha en Bombay de una película de vaqueros, pensé. Un duelo solo ante el peligro, pero no hay más que uno de nosotros con armas. Es inútil, Tonto. Estamos rodeados.

Tenía el rostro sombrío, extraño.

—Por favor, no lo haga -dijo Aoi—. Lo lamentará. Por favor.

Él se volvió hacia mí.

—Lady Chimène suplica que le perdonen la vida, Moro —dijo—. ¿No vas a acudir cabalgando en su ayuda? ¿No la defenderás hasta el último aliento?

Cuchilladas de sol le atravesaban la cara. Tenía los ojos rosados y el brazo tembloroso. Yo no sabía de qué estaba hablando.

—No puedo defenderla —dije——. Pero quítame la cadena, deja la pistola y, desde luego: lucharemos por nuestra vida.

Mi aliento rebuznaba fuerte, haciendo de mí otra vez un asno.

—Un verdadero Moro —respondió Vasco-, atacaría al agresor de su dama, aunque ello significase su propia muerte.

Levantó la pistola.

—Por favor -dijo Aoi, con la espalda contra la pared de piedra roja—. Moro, por favor.

Una vez, antes, una mujer me había pedido que muriese por ella pero yo había preferido la vida. Ahora me lo pedían de nuevo; una mujer mejor, pero a la que amaba menos. ¡Cómo nos aferramos a la vida! Si me lanzaba contra Vasco, no prolongaría la vida de ella más que un momento; sin embargo, qué precioso parecía ahora ese momento, qué infinita su duración, ¡cómo lo ansiaba ella, y me guardaba rencor por denegarle ese siglo!

—Moro, por el amor del cielo, por favor. No, pensé. No lo haré.

—Demasiado tarde -dijo Vasco Miranda tranquilamente—. ¡Oh Moro falso y cobarde!

Aoi chilló y corrió inútilmente por la habitación. Hubo un momento en que su parte superior quedó oculta por el cuadro. Vasco disparó, una sola vez. Apareció un agujero en el lienzo, sobre el corazón de Aurora; pero era el pecho de Aoi Ue el atravesado. Ella cayó pesadamente contra el caballete, agarrándose a él; y, por un instante —imagináoslo-, su sangre brotó por la herida del pecho de mi madre. Luego el retrato cayó hacia adelante, su esquina derecha superior golpeó contra el suelo y dio la vuelta, para quedar hacia arriba, manchado de sangre de Aoi. Aoi Ue, sin embargo, yacía con el rostro hacia abajo, muy quieta.

El cuadro había resultado dañado. La mujer había resultado muerta. Así que era yo quien había ganado aquel momento, tan eterno anticipadamente, tan breve en retrospectiva. Aparté mis ojos llorosos de la forma caída de Aoi. Miraría a mi asesino a la cara.

—Llora como una mujer —me dijo— lo que no has sabido defender como un hombre.

Entonces, sencillamente, él estalló. Se produjo un gorgoteo en su interior y fue bruscamente movido por hilos invisibles, y olas de su sangre se desataron y fluyeron por su nariz, boca, oídos, ojos. –¡Lo juro!—. Las manchas de sangre se extendieron por delante y por detrás de sus pantalones moros, y él cayó de rodillas, chapoteando en sus propios y fatales charcos. Había sangre y más sangre, la sangre de Vasco se mezclaba con la de Aoi, la sangre me lamía los pies y salía por debajo de la puerta para chorrear escaleras abajo y contar la noticia a las radiografías de Abraham. —Una sobredosis, quiere decir: una aguja de más en el brazo, que hizo que el cuerpo ofendido soltara una docena de chorros—. No, fue algo más antiguo, una aguja más antigua, la aguja del castigo plantada en él antes de que hubiera cometido delito alguno; o, y, una aguja de fábula, una esquirla de hielo dejada en sus venas por su encuentro con la Reina de las Nieves, mi madre, a la que había amado y que lo había vuelto loco.

Cuando murió, quedó tendido sobre el retrato de mi madre, y su última sangre oscureció el lienzo. También ella se había ido para no volver, y nunca me habló, nunca se confesó, nunca me devolvió lo que necesitaba, la certidumbre de su amo.

En cuanto a mí, volví a mi mesa, y escribí el final de mi historia.


La áspera hierba del cementerio ha crecido alta y punzante y, mientras estoy sentado sobre esta tumba, parezco descansar sobre las puntas amarillas de la hierba, ingrávido, flotando libre de cargas, mantenido en el aire por una espesa brocha de hojas milagrosamente inflexibles. No me queda mucho. Mis bocanadas de aire se cuentan, como los años del mundo antiguo, a la inversa, y la cuenta atrás está ya muy adelantada. He usado mis últimas fuerzas para hacer este peregrinaje; porque, cuando me recuperé, cuando me libré de los grilletes utilizando las llaves del aro de Vasco, cuando terminé de escribir, para honrar y deshonrar debidamente a los dos que yacían muertos.., el último propósito de mi vida me resultó claro. Me puse el sobretodo y, saliendo de mi celda, encontré el resto de mi texto en el estudio de Vasco, y me metí el grueso fajo de papeles en los bolsillos, con un martillo y algunos clavos. Las amas de llaves encontrarían los cuerpos muy pronto, y entonces Medina comenzaría su búsqueda. Que me encuentre, pensé, que no crea que no quiero que me encuentren. Que sepa todo lo que hay que saber y lo transmita a quien quiera. Y por eso dejé mi historia clavada en el paisaje en mi estela. Me he mantenido lejos de las carreteras; a pesar de estos pulmones que no hacen ya lo que les pido, me abrí paso por terreno accidentado y caminé por cursos de agua secos, por mi determinación de llegar a la meta antes de que me encontraran. Espinas, ramas y piedras me desgarraron la piel. No presté atención a esas heridas; si por eso me siento aquí, con la última luz, sobre esta piedra, en medio de estos olivos, mirando a través del valle una colina distante; y allí está, la gloria de los moros, su triunfante obra maestra y su último reducto. La Alhambra, el fuerte rojo de Europa, hermana de los de Delhi y Agra... El palacio de formas entrelazadas de secreta sabiduría, de patios de placer y jardines de juegos de agua, ese monumento a una posibilidad perdida que, sin embargo, ha seguido en pie mucho después de que sus conquistadores cayeran; como un testamento al amor perdido pero dulcísimo, al amor que dura más allá de la derrota, más allá de la aniquilación, más allá del desespero; al amor derrotado que es más grande que lo que lo derrota, a la más profunda de nuestras necesidades, a nuestra necesidad de confluir, de poner fin a las fronteras, de dejar caer los límites del propio yo. Sí, la he mirado a través de una llanura oceánica, aunque no se me ha concedido entrar en sus nobles patios. La miro desvanecerse en el crepúsculo y, al apagarse, me llena los ojos de lágrimas.

En la cabecera de esta lápida hay tres letras gastadas; las yemas de mis dedos las leen para mí. R.I.P. Muy bien: descansaré, y espero hacerlo en paz. El mundo está lleno de durmientes que aguardan el momento de volver. Arturo duerme en Avalón, Barbarroja en su cueva. Finn McCool yace en las laderas irlandesas y el gusano Ouroboros en el lecho del Mar Rompiente. Los antecesores de Australia, los wandjina, reposan bajo tierra, y en alguna parte, en una maraña de espinas, una bella, en un ataúd de cristal, aguarda el beso de un príncipe. Mirad: aquí tengo mi botella. Beberé un poco de vino; y entonces, como un Van Winkle de hoy, me echaré sobre esta piedra sepulcral, descansaré la cabeza sobre esas letras. R.I.P. y cerraré los ojos, siguiendo la vieja costumbre de nuestra familia de quedarnos dormidos en momentos difíciles, y confiaré en despertar, renovado y alegre, en una época mejor.


Trad.: Miguel Sáenz
Barcelona, Plaza & Janés, 1995




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