Riendo con Emile Cioran (IV): Orgía de la vacuidad

18 de agosto de 2009





Sin medio de abandonar la esfera de sus inclinaciones, el artista se mueve en un sector angosto de la existencia. Lleva anteojeras: su talento es su tara. Aunque tuviese genio, permanecería todavía cautivo de su óptica, de la desdicha que le ha provisto de una visión definida.

¡Qué ventaja no estar dotado para nada, qué libertad! Todo se os ofrece, todo os pertenece; dominando el espacio, pasáis de un objeto a otro, de un mundo a otro. El universo está a vuestros pies, accedéis de golpe a la esencia de la felicidad: exaltación en el punto nulo del ser, vida traspuesta, promovida al estado de aliento, de eternidad que respira y que ningún misterio grava.

Obligado a estar en todas partes esclavo de su ubicuidad, Dios mismo es prisionero. Más libre, más desprendido que El, gozáis de la ausencia cuya extensión exploráis a vuestro gusto: materia destituida, suspiro inaudible, delicia de perder la práctica de la vida y de la muerte.

Todo hombre con algún talento merece nuestra conmiseración: si es pintor, ¿qué logrará sacar aún de los colores? Si poeta, ¿cómo despertará a las palabras fatigadas, dormidas? Y ¿qué decir de las perspectivas de un músico en un mundo en que todas las combinaciones sonoras han sido imaginadas? Profundamente desdichados, están todos ellos incursos en lo inextricable. Debemos rodearles con un suplemento de solicitud, no insultar su zozobra para que olviden el callejón sin salida de su arte, su condición de desheredados.

Sin ir hasta el punto de trompetear nuestra suerte, no podemos, sin embargo, callárnosla. Demos gracias a la Providencia por habernos sustraído al peso, a las fatalidades de un don. Expoliándonos de todo, nos lo ha ofrecido todo por ese mismo gesto. Nuestras luces no nos permiten decidir si nuestro colmado despojo emana de su misericordia o de su negligencia. En cualquier caso, ella nos ha concedido un favor inigualable: ¿acaso no estamos provistos de todos los talentos que nos faltan? No ser nada ‑recurso infinito, fiesta perpetua.

Sin descansar nunca, el artista debe cultivar sus desórdenes, derrochar sus fuerzas, fabricarse felicidad y desdicha, producir. El sabio, como no se compromete en ninguna obra, se ejerce en la esterilidad, acumula la energía que apenas gasta. Adquiere la verdad en detrimento de lo expresado, de la comunicación, de todo lo que alimenta y justifica el arte, ese obstáculo para lo verdadero, ese vehículo de la mentira. Ahogando sus facultades de invención, gobierna sus actos y sus movimientos, rechaza los servicios del estado de trance y de la fiebre. (No hay sabio genial.) Ni la tragedia, avidez de desgarramiento, ni la historia, espacio de esa avidez, retienen su curiosidad: habiendo superado una y otra, se reúne con los elementos, se niega a creer, a copiar a Dios o al Diablo y se entrega a una larga meditación sobre el ángel y el idiota, sobre la excelencia de su torpor, que quisiera alcanzar por medio de la lucidez.

Lo propio del «creador» tras haber abusado de sus recursos, es agotarse: sus fuerzas le abandonan, la intensidad de sus obsesiones mengua. Si bien conserva su vitalidad o su razón, no ocurre lo mismo con su capacidad de vibrar. Su vejez es verdaderamente su fin. El sabio, por el contrario, es al final de sus días cuando se realiza plenamente, cuando triunfa. No se le puede imaginar acabado; este calificativo conviene, a partir de cierto momento, a todo artista. Una obra surge de un apetito de autodestrucción y se edifica en perjuicio de una vida. El sabio no conoce este apetito o bien lo ha vencido. Su mayor ambición: desaparecer sin dejar huellas. Pero hay tanto poder en su voluntad de desaparición, que nos intriga. Difícilmente llegamos a penetrar su secreto: ¿cómo existir sin destruirse a cada instante? Empero, ese secreto se deja vislumbrar cuando nos aproximamos a nosotros mismos, a nuestra última realidad. Las palabras, entonces, habiendo perdido toda utilidad y todo sentido, se nos aparecen entonces como agentes de una vulgaridad inmemorial. Todo cambia, hasta nuestro modo de ver, como si nuestras miradas recogidas sobre sí mismas, dispusieran de un universo distinto del de la materia. De hecho, ese mundo ya no entra en el campo de nuestras percepciones ni es perpetuado por nuestra memoria. Vueltos hacia lo que no soporta la palabra ni quiere condescender a ella, nos repantigamos en una felicidad sin cualidades, en un estremecimiento sin adjetivos. Siesta en Dios ...



En La tentación de existir (1972)
Trad. Fernando Savater




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