Salman Rushdie - Los versos satánicos (otro fragmento)

12 de junio de 2009





La fatídica mañana de su cuarenta cumpleaños, en una habitación llena de mariposas, el zamindar Mirza Saeed Akhtar velaba el sueño de su esposa con el corazón rebosante de amor. Por una vez, se había despertado temprano y se levantó antes del amanecer con el agrio sabor de boca de una pesadilla, aquel sueño reiterativo del fin del mundo en el que la catástrofe, invariablemente, era culpa suya. Por la noche había estado leyendo a Nietzsche —«el fin inexorable de esta pequeña y pululante especie llamada Hombre»— y se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho. Al despertar por el aleteo de mariposas en el dormitorio fresco y oscuro, se enfadó consigo mismo por su torpe elección de lectura nocturna. Pero ahora estaba bien despierto. Se levantó sigilosamente, se calzó chappals y salió a pasear por los porches de la gran mansión, todavía en penumbra por estar echadas las persianas, y las mariposas hacían reverencias a su espalda como cortesanos. A lo lejos, sonaba una flauta. El Mirza Saeed subió las persianas y ató las cuerdas. Los jardines estaban sumidos en la bruma, y en ella evolucionaban las mariposas, nubes dentro de la nube. Esta remota región siempre fue famosa por sus lepidópteros, maravillosos escuadrones que llenaban el aire de día y de noche, mariposas con la propiedad del camaleón, cuyas alas cambiaban de color según se posaran en una flor grana, una cortina ocre, un vasito de obsidiana o un anillo de ámbar. En la mansión del zamindar y también en la aldea cercana, el milagro de las mariposas era tan frecuente que parecía cosa corriente, pero en realidad no hacía más que diecinueve años que habían regresado, según recordaban las criadas. Habían sido los espíritus familiares, o así rezaba la leyenda de una santa de la localidad, a la que se conocía por el nombre de Bibiji, que había vivido hasta los doscientos cuarenta y dos años y cuya tumba, ya olvidada y perdida, tenía la virtud de curar la impotencia y las verrugas. Desde la muerte de Bibiji, hacía ciento veinte años, las mariposas se habían desvanecido en el mismo reino de la leyenda que la propia Bibiji, por lo que, cuando regresaron, al cabo de ciento un años de su marcha, en un principio pareció una señal precursora de algún prodigio inminente. Después de la muerte de Bibiji —reconozcámoslo sin dilación— el pueblo siguió prosperando y las cosechas de patatas siguieron siendo abundantes, pero en muchos corazones había un vacío, a pesar de que los actuales habitantes del pueblo no guardaban recuerdo de los tiempos de la vieja santa. Por lo tanto, el regreso de las mariposas alegró muchos ánimos, pero en vista de que las esperadas maravillas no se producían, poco a poco, los vecinos volvieron a sumirse en la decepcionante monotonía de lo cotidiano. El nombre de la mansión del zamindar, Peristan, tal vez se derivara de las tenues alas de las mágicas criaturas, como ciertamente se deriva el del pueblo, Titlipur. Pero los nombres, una vez empiezan a usarse de forma corriente, pronto se convierten en meros sonidos y su etimología, al igual que tantas maravillas del mundo, queda sepultada bajo el polvo de la costumbre. Los habitantes humanos de Titlipur y sus hordas de mariposas se movían los unos entre los otros con una especie de mutuo desdén. Los vecinos del pueblo y la familia del zamindar habían abandonado hacía ya mucho tiempo sus intentos por desterrar de sus casas las mariposas, y ahora, cuando se abría un baúl, salía de él una bandada de alas como los demonios de Pandora, que cambiaban de color a medida que se elevaban; había mariposas debajo de las tapaderas de los retretes de Peristan, y dentro de los armarios, y entre las páginas de los libros. Cuando despertabas encontrabas las mariposas durmiendo en tus mejillas.

Lo habitual llega a hacerse invisible, y hacía años que Mirza Saeed no reparaba en las mariposas. Pero la mañana de su cuarenta cumpleaños, cuando la primera luz del día dio en la casa y, al instante, las mariposas empezaron a resplandecer, la belleza del momento le hizo contener la respiración. Corrió al dormitorio en que dormía Mishal, su esposa, velada por una mosquitera. Las mariposas mágicas se habían posado en los dedos de sus pies y, al parecer, también un mosquito se había colado porque había una hilera de picadas a lo largo de todo el perfil de su clavícula. Él deseó levantar la mosquitera, tenderse en la cama y borrar aquellas picadas con sus besos. ¡Qué inflamadas estaban! ¡Cómo le picarían cuando despertara! Pero se contuvo, recreándose en la inocencia de la figura dormida. Ella tenía el cabello suave, sedoso y de un castaño encendido, la piel blanca y los ojos, ahora cubiertos por los párpados, eran de un gris de seda. Su padre era director del Banco del Estado, por lo que fue un partido irresistible, un matrimonio de conveniencia que restauró la quebrantada fortuna de la antigua familia del Mirza y que, con el tiempo y a pesar de la falta de hijos, se convirtió en una unión cimentada en el verdadero amor. El Mirza Saeed contemplaba con ternura el sueño de Mishal ahuyentando de su pensamiento los últimos vestigios de su pesadilla. «¿Cómo va a estar condenado el mundo si puede ofrecer ejemplos de perfección tales como este hermoso amanecer?», reflexionaba con beatitud.

Siguiendo el hilo de sus placenteros pensamientos, el Mirza formuló un mudo discurso a su esposa que descansaba. «Mishal, tengo cuarenta años y me siento tan satisfecho como un niño de cuarenta días. Ahora veo que durante los años he ido sumiéndome más y más en nuestro amor y ahora nado en ese mar cálido como un pez.» ¡Cuánto le daba ella, se admiraba el Mirza, y cuánto la necesitaba él! Su matrimonio trascendía de la mera sensualidad, era tan íntimo que la separación era inconcebible. «Envejecer a tu lado, Mishal —le dijo mientras ella dormía—, será un privilegio.» Se permitió el sentimentalismo de lanzarle un beso con la punta de los dedos antes de salir de la habitación andando de puntillas. Cuando regresó al porche principal de sus aposentos privados, situados en el piso alto de la mansión, miró hacia los jardines que empezaban a salir de la bruma, y vio la imagen que turbaría su paz de espíritu para siempre, destruyéndola irreparablemente en el mismo instante en el que él había empezado a creerla invulnerable a los estragos del destino. Vio en el césped a una muchacha que estaba en cuclillas, con la mano izquierda extendida con la palma hacia arriba. En esta superficie se posaban las mariposas y ella, con la derecha, las cogía y se las metía en la boca. Lenta, metódicamente, se desayunaba sus alas inertes. Tenía los labios, las mejillas y el mentón con manchas de muchos colores que le habían dejado las mariposas al morir.

Cuando el Mirza Saeed Akhtar vio a la joven tomar su sutil desayuno en el césped, sintió un arrebato de deseo tan violento que al momento se avergonzó. «No es posible —se reconvino—; al fin y al cabo, yo no soy un animal.» La joven envolvía su cuerpo en un sari amarillo azafrán, al modo de las mujeres pobres de la región y, cuando se inclinaba sobre las mariposas, la tela colgaba hacia delante descubriendo sus pequeños senos ante la mirada del atónito zamindar. El Mirza Saeed extendió los brazos para asir la barandilla, y el ligero movimiento de su kurta blanca debió de llamar la atención de la muchacha, que levantó rápidamente la cabeza y le miró a la cara. Y no bajó la mirada inmediatamente. Ni se levantó y echó a correr, como él casi esperaba. No; ella esperó unos segundos, como para averiguar si él pensaba decir algo. En vista de que no decía nada, ella, sencillamente, reanudó su extraño ágape sin dejar de mirarle a la cara. Lo más extraño de todo ello era que las mariposas parecían converger hacia ella bajando del aire cada vez más luminoso, iban voluntariamente a la palma de la mano y a la muerte. Ella las tomaba por las alas, echaba la cabeza hacia atrás y se las metía en la boca con la punta de su estrecha lengua. En un momento dado, ella mantuvo la boca abierta, con los oscuros labios separados provocativamente, y el Mirza Saeed se estremeció al ver a la mariposa aleteando dentro de la oscura caverna de su muerte y, no obstante, sin intentar escapar. Cuando ella se hubo asegurado de que él lo había visto, juntó los labios y empezó a masticar. Así permanecieron, la campesina abajo y el hacendado arriba, hasta que, de pronto, ella puso los ojos en blanco y cayó pesadamente sobre el costado izquierdo, agitándose violentamente. Al cabo de unos segundos de un pánico que le paralizó, el Mirza gritó: «¡Ohé, la casa! ¡Ohé, despertad, pronto!» Al mismo tiempo, echó a correr hacia la suntuosa escalera inglesa de caoba, traída desde un inimaginable Warwickshire, fantástico lugar en el que, en un convento húmedo y oscuro, el rey Carlos I pisó estos mismos peldaños antes de perder la cabeza, en el siglo diecisiete de otro calendario. Mirza Saeed Akhtar, último vástago de su linaje, bajó corriendo las escaleras, pisando las fantasmales huellas de unos pies decapitados, en su carrera hacia el jardín.

La muchacha tenía convulsiones y aplastaba mariposas al retorcerse y agitar las piernas. Mirza fue el primero en llegar a su lado, aunque los criados y Mishal, despertados por sus gritos, no se hicieron esperar. Él agarró a la muchacha por la mandíbula, le obligó a abrir la boca y le introdujo una ramita que ella en seguida partió con los dientes. Los cortes que tenía en la boca le sangraban, y él temió por su lengua, pero en aquel instante el mal la dejó, ella se calmó y se durmió. Mishal ordenó que la llevaran a su propio dormitorio, y ahora Mirza Saeed tuvo que ver a otra bella durmiente en la misma cama, y por segunda vez se sintió invadido por algo que parecía una sensación muy rica y muy profunda para darle el grosero nombre de lujuria. Él descubrió que se sentía a un tiempo afligido por sus deseos impuros y eufórico por las emociones que le recorrían, unos sentimientos frescos cuya novedad le excitaba sobremanera. Mishal se acercó a su marido. «¿La conoces?», preguntó Saeed, y ella asintió. «Es huérfana. Hace pequeños animales de esmalte que vende en la ciudad. Tiene ataques de epilepsia desde que era muy pequeña.» Mirza Saeed quedó impresionado, y no por primera vez, por la sociabilidad de su mujer. Él apenas conocía a un puñado de habitantes del pueblo, en tanto que ella sabía el diminutivo de todo el mundo, la historia de la familia y lo que ganaba cada cual. Ellos hasta le contaban sus sueños, aunque muy pocos soñaban más de una vez al mes, porque eran muy pobres para permitirse esos lujos. Volvió a embargarle la ternura que sintiera por ella al amanecer y la abrazó. Ella apoyó la cabeza en su pecho y dijo suavemente: «Feliz cumpleaños.» Él le besó los cabellos. Abrazados, contemplaron a la muchacha dormida. Ayesha: su esposa le dijo el nombre.




Trad. del inglés: J. L. Miranda
Madrid, 1988

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