Marosa di Giorgio – Tratado del Querubín

10 de junio de 2009




1

Al subir los soles de la medianoche, dos, como monedas de cobre y oro, las cosas reaparecieron. Hicimos lo de siempre.
Cocinar, lavar. Los violinistas componían más música y la joven druida escribió unos salmos.
Pero esos soles caen, rápidamente, a la otra orilla del cielo.
Y volvió una espesa sombra sobre los campos por donde la madreselva marchaba con sus flores.


2

Traemos una hoja parda, una hoja de violeta, una hoja redonda, una hoja estriada.
Sobre la mesa, las violetas con su delicado tentáculo, su melenita azul. Ese perfume y ese color son del trasmundo, del submundo, de donde viene el Señor, el Negro, el mariposa de plata, de muchísimas alas, apoyándose en una, en otra.
Todos quieren matarle, deshacerle, pero resulta imposible, porque es inmortal, y se desliza con un raro barullo; le siguen antiguos niños, papeles rotos, y violetas.


3

Domingo a la tarde, y voy por el huerto sin recordar cómo salí y llegué hasta acá. El cielo es de oro, deslumbrador, y de los naranjos caen frutas y flores.
Trepo a uno, según mi costumbre antigua. Estoy un rato. Los pájaros saltan de rama en rama. Desciendo. Subo. Tomo una fruta. Al bajar, ya veo un cadáver. Vestido y tendido. Y más allá, otro. Y otro. Por todos lados, aparecen. Vestidos y tendidos. Y cada uno con el hígado destrozado o el corazón. Pero ¿quiénes son? Acaso, no me percaté y hubo una rápida guerra?
En puntas de pie, voy hacia la casa; desolada paso el jardín de celedonias y “conejitos”. Adentro, no queda nadie. Voy a gritar; para qué, si nadie oye. Algunas mariposas chocan en los vidrios.
Sobre la mesa hay un álbum que no conocía; al entremirarlo, veo dibujada la batalla, los cadáveres y las plantas. En blanco y negro. Y en colores. La noche cae de súbito; las luces se encienden solas.
Y aparecen más cadáveres entre las plantas.


4

La madreselva está en la pared, con las flores rosadas y perladas.
Al pie del muro, en la noche, salen los topos y los pequeños dioses en formato de topo; sacón gris, o blanco o negro; y bigotito sensible.
Las divinidades y los roedores realizan breves correrías por el jardín, que causan asombro, desconcierto.
Y por el jardín, ya corren las mesitas de la medianoche, bien cargadas de frutas sexuales. Y los dioses y las ratas se toman de la mano y sonríen, apasionadamente, bajo las nubes fugitivas, cerca de los paquetes de rosas, de “lazo de amor” y de mandrágora.


7

Miró un pimpollo de rosa amarilla (como un topacio, un coágulo de miel, un pocillito de té). Y una telaraña que empezó a ser cuando ella empezó a mirar, el hilo de seda que giraba y formaba la tela, (con las piedras brillantes).
Y una azucena roja, señoril.
Viendo esas cosas no fue a la guerra, no se casó con nadie, perseguía a Mario.
Y, ahora, sopla el viento del norte en las colinas, viento del sur, del este y del oeste.
Se entreabren oscuras ventanas donde ella está fija para siempre.
Y los más antiguos códices, flor de lis.


15

En octubre, noviembre, se abre el “jazmín del cielo”. Así, todo queda azul. Celeste. Y comienzan las representaciones, las comedias.
Ya, no nos llaman por nuestros nombres, sino “Santa Amelia”, “Santa Isabel”. A lo sumo, “Estrella”. Al pasar, a cada uno, dicen en voz baja, “Estrella”. Y vamos entre los aparadores y los otros muebles, mostrando alas y coronas. Mi madre espía lo que yo recito, y mi prima toca en el piano algo que es siempre, igual. Cumplimos un extraño argumento que abarca toda la casa y el jardín.
Entonces, las criadas laboran recatadamente. Y las gallinas, también, se dan cuenta, y van al bosquecillo, y ponen sus huevos sin anunciarlos.



30

No salgas –sentí- ya es muy tarde. Pero yo iba, allá, en lo alto, con las nubes, las lechugas, los jilgueros. Atravesé el oscuro bosque de coles. Y los conejos roían las coles charlando en su raro idioma aprendido de los inmigrantes italianos.
Se oía, de continuo, la charla de los conejos, mechada de palabras griegas y toscanas. En una granja y otras, viejísimos animales, comentarios.
Apareció la ciudadela. Sonó la hora del Ángel. No sé cuánto habría transcurrido. En el otro extremo hallé a los parientes.
¡Cómo! Una niña no puede viajar en esta hora!, dicen.
Y yo que estaba inmóvil en una silla, miré perpleja, pues, como siempre, no supe si era mayor o pequeñita. Huí. En un punto, aguardé a un vehículo que no me atreví a detener. Así, regresé sola. Las estrellas se encendieron con furia, con locura. Algunas andaban por mi vestido. Les veía bien la luz fija, verde, las antenas y el mantón.




Los papeles salvajes II
Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2000


Selección y trascripción: Festival de poesía de Medellín


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