Federico Andahazi - Fragmentos de «El anatomista»

29 de abril de 2008






El cuervo (pág. 23)



I

En el sitio más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre el último peñón que se destaca del collar de morros que corona la cima del Monte Veldo, tan quieto como la roca donde se posaba, el perfil de un cuervo se recortaba contra el confín crepuscular, cuyo epicentro dorado no parecía provenir del sol —aún virtual—, sino de la misma dorada Venecia. Como si el fundamento de aquella bóveda de luz fuera el de las remotas cúpulas bizantinas de la Catedral de San Marco. Era el crepúsculo que antecede al día. El cuervo estaba esperando. Tenía paciencia. Y tenía, como siempre, un hambre voraz pero no perentoria. Su dominio era toda Venecia: la Venecia Eugánea —Treviso, Rovigo, Verona y, más allá, Vicenza— y también la Venecia Julia. Pero su paradero estaba en Padua.
Abajo todo se hallaba dispuesto para la fiesta de San Teodorico, la festa di tori. Después del mediodía, la multitud, entre trago y trago, habría de manear cinco o seis bueyes que, uno a uno y tomados de las astas por otras tantas mujeres, serían degollados de un único y exacto golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por anticipado el olor que más le gustaba. Pero sabía, también, que, con fortuna, apenas si podría rapiñar una miserable tripa o un ojo, que tendría que disputar con los perros. No valía la pena ni el viaje, ni el riesgo, ni el esfuerzo.
Aún no se había movido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que los autómatas de la torre del reloj golpearan la última campanada cuando, como todas las mañanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los cadáveres del Hospital de Humberto Primo hasta la Isla del Cementerio. Pero tampoco valdría la pena; con suerte podría arrebatar un jirón de carne mala, demasiado magra y ya diezmada por la peste.
Giró sobre sus patas y miró hacia el lado opuesto —el Este—, donde estaba su morada. Allí estaba su amo. Entonces remontó vuelo a Padua.



El vértice (pág. 227)



I




En el lugar más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre la cima del Monte Veldo, un cuervo se posa sobre la carne todavía fresca. Antes de hundir su pico en aquella abundante carroña, huele el olor que más le gusta. Se diría que es aquella la comida más largamente deseada. Pica un ojo y lo sacude hasta sacarlo de su cuenca. Lo aleja un poco y en un momento lo devora. Ahora camina sobre el pecho de aquella carroña y hunde el pico en la herida desde donde, como una estaca, surge un cuchillo. Come hasta saciarse. Antes de elevarse y lanzarse hacia Venecia, antes de volar hacia el Canal Grande desde donde, de un momento a otro, como todas las mañanas, habrá de pasar la barcaza que recoge a los muertos, se posa sobre un dedo de aquella carroña hinchada y picotea hasta desprender el pulpejo. Por primera vez, Leonardino ha comido, sin tener de qué temer, de la mano de su amo.
Mañana habrá de volver por el resto.




Buenos Aires, Planeta, 1997




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