Marosa di Giorgio – Papeles salvajes, II

27 de enero de 2008





Cuando nació, apareció el lobo. Era un domingo al mediodía, -a las once y media, luz brillante-, y la madre vio a través del vidrio, el hocico picudo, y en la pelambre, las espinas de escarcha, y clamoreó; mas, le dieron una pócima que la adormecía alegremente.


El lobo asistió al bautismo y a la comunión; el bautismo, con faldones; la comunión, vestido rosa. El lobo no se veía; sólo asomaban sus orejas puntiagudas entre las cosas.


La persiguió a la escuela, oculto por rosales y repollos; la espiaba en las fiestas de exámenes, cuando ella tembló un poco.


Divisó al primer novio, y al segundo, y al tercero, que sólo la miraron tras la reja. Ella con el organdí ilusorio, que usaban entonces, las niñas de jardines. Y perlas, en la cabeza, en el escote, en el ruedo, perlas pesadas y esplendorosas, (era lo único que sostenía el vestido). Al moverse perdía algunas de esas perlas. Pero los novios desaparecieron sin que nadie supiese por qué.


Las amigas se casaban. Unas tras otras; fue a las grandes fiestas; asistió al nacimiento de cada uno de los niños.


Y los años pasaron y volaron, y ella en su extrañeza. Un día se volvió y dijo a alguien: Es el lobo.


Aunque en verdad ella nunca había visto un lobo.


Hasta que llegó una noche extraordinaria, por las camelias y las estrellas. Llegó una noche extraordinaria.


Detrás de la reja apareció el lobo; apareció como novio, como un hombre habló en voz baja y convincente. Le dijo: Ven. Ella obedeció; se le cayó una perla. Salió. El dijo: -¿Acá?


Pero, atravesaron camelias y rosales, todo negro por la oscuridad, hasta un hueco que parecía cavado especialmente. Ella se arrodilló; él se arrodilló. Estiró su grande lengua y la lamió. Le dijo: ¿Cómo quieres?


Ella no respondía. Era una reina. Sólo la sonrisa leve que había visto a las amigas en las bodas.


El le sacó una mano, y la otra mano; un pie, el otro; la contempló un instante así. Luego le sacó la cabeza; los ojos, (puso uno a cada lado); le sacó las costillas y todo.


Pero, por sobre todo, devoró la sangre, con rapidez, maestría y gran virilidad.





En Papeles salvajes, II 
Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2000



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