Marosa Di Giorgio – Misa final con ronroneo

13 de octubre de 2007





A las cinco de la madrugada, las moscas ya estaban libando. Y el panal se iba colmando; sacaban de una amapola.

Había salido un sol chiquito y brillante como un anillo, o como una cabeza de gitana con aros y ajorcas.

Las moscas evitaban la cara del sol. Era de ver esos vuelos.

Pasó un trabajador de los que se levantan demasiado temprano; iba en el carretín. Las amapolas empezaron a brillas, recompuesto su morado por ese prematuro sol.

El que pasaba vio tendida entre las amapolas a una niña larga y desnuda. Y clamó: ¡Oh! ¡Ah! Es una niña de amor. Está desnuda. Y miró por si estuviese también despedazada o partida. ¡Hacía mucho –dijo- que no veía una!

Hablaba así y nunca había visto ninguna.

Las moscas, ansiosas, al verla (con todas las desembocaduras semiabiertas), se abalanzaron; querían su esencia última.

Ella aceptó un poco, hasta murmuró como en la noche anterior, se contrajo y se dilató.

Pero, de súbito, se puso en pie; huyeron las extractoras.

Y la niña de amor tuvo miedo del sol, que, aunque minúsculo, sacaba destellos de la cadenita de ella, el collar de piedras radiante con que había hipnotizado en la noche al amador aquél y a más de uno.

El aire le llevaba el cabello; éste parecía ancho como una sábana o breve como un ramillete. Empezó a andar. El labriego la llamó, le decía “¡Niña de amor!”, pero le hizo una seña dura, fingía con las manos, un coito encarnizado, difícil y terrible. Pero, al mirarla bien, huyó como si hubiese visto algo que jamás hay que ver.

Ella avanzaba despacio, una rara marcha nunca vista. ¿Qué había pasado? ¿Qué le habían hecho? ¿Con quién o con quiénes había sido? No recordaba nada, o nada habría pasado.

Algo la perseguía, sin embargo; se volvió y tocó a duras penas lo que le había crecido. Una cola, ocelote o mutón, pro blanca como el armiño, con unas vetas rojas por la sangre de aquellas acciones. Entonces, de veras, habían sido.

Aterrada cruzó los cerezos, y los vio como a viejos amigos o enemigos que no la conocían más. Levantaban unos ramos hacia arriba, tal si dijesen: -No te pertenecen más.

Llegó así volando debajo del pelo a la casa natal; a esa altura ya tenía afelpada toda la tez. Y afelpado el cuerpo todo. Como pudo borró la sangre de la cola nevada.

Entró; vio a los padres dormidos, se arrolló al pie de la cama.

Por los ventanos irrumpió el sol. De golpe, la adre abrió los ojos, miró. Llamó al marido: -Eh, José. Mira qué llegó. Es una gata, nevada, con cadenita.

(Aquí, quedó un rato en suspenso como si alguna vez ya hubiese visto esa cadenita).

Pero prosiguió: -La adoptaremos, ya que vino.

-Hum.

-Sí. Oye. Oye, su ronroneo.

Y también vio unos ojos que la miraban tristes, fijos.





En
Misales, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2005

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